De las libretas de notas (en la guerra)

 

1986, Junio

No quiero volver a escribir sobre la guerra… No quiero vivir de nuevo inmersa en la «filosofía de la desaparición» en vez de en la «filosofía de la vida». Recolectar la interminable experiencia de la no-existencia. Cuando acabé La guerra no tiene rostro de mujer pasé mucho tiempo sin ser capaz de estar presente cuando, tras un pequeño golpe, a un niño le sangraba la nariz. En las vacaciones me tenía que alejar corriendo de los pescadores, que lanzaban alegremente sobre la arena a los peces extraídos de las profundidades; sus ojos saltarines, petrificados, me daban náuseas. Cada persona tiene una cantidad determinada de fuerzas para defenderse ante el dolor, sea físico o psicológico, y las mías estaban agotadas. El chillido de una gata atropellada por un coche me volvía completamente loca, desviaba la mirada frente a cada lombriz aplastada. Una rana pisoteada y reseca en mitad de la carretera… Muchas veces he pensado que los animales, los pájaros, los peces, también tienen derecho a su propia historia del sufrimiento. Algún día se escribirá.

Y de pronto… Si es que se puede decir «de pronto».Estamos en el séptimo año de guerra…Pero no sabemos nada más allá de los heroicos reportajes televisivos. De vez en cuando nos sentimos golpea­ dos por esos ataúdes de zinc procedentes de un país lejano y que no encajan con las diminutas dimensiones de las viviendas urbanas. Luego quedan atrás las salvas fúnebres y otra vez reina el silencio. Nuestra mentalidad mitológica es inmutable: somos justos y sublimes. Y siempre tenemos razón. Arden y se extinguen los últimos destellos de las ideas de la revolución mundial… Nadie se da cuenta de que el incendio ya está aquí. Nuestra casa está en llamas. Ha empezado la Perestroika de Gorbachov. Aspiramos a una vida nueva. ¿Qué nos deparará el futuro? ¿De qué seremos capaces después de tantos años de letargo artificial? Mientras tanto, nuestros chicos se están muriendo en un país lejano por algo que desconocemos…

¿De qué se habla a mi alrededor? ¿De qué se escribe? De deberes internacionales y de geopolítica, de intereses soberanos y de las fronteras del sur. Y la gente se lo cree. ¡Se lo creen! Las madres que hace nada se arrodillaban sumidas en la desesperación frente a los ciegos cajones de metal en los que les devolvían a sus hijos, hoy dan discursos en las escuelas y en los museos militares para animar a otros muchachos a «cumplir con su deber ante la Patria». La censura vigila atentamente los reportajes bélicos para que no haya mención alguna de las pérdidas humanas, pregonan que el llamado contingente limitado de las tropas soviéticas está ayudando a un pueblo hermano a construir puentes, carreteras y escuelas, a repartir fertilizantes y harina por los kishlak, y que los médicos soviéticos asisten a las mujeres afganas en sus partos. Los soldados que regresan llevan sus guitarras a las escuelas para cantar aquello que pide hablarse a gritos.

Con uno mantuve una larga conversación…Quería que me hablara de lo angustioso de esta elección: ¿disparar o no? Sin embargo, para él en eso no había drama alguno. ¿Qué es bueno? ¿Qué es malo? ¿Es bueno matar «en nombre del socialismo»? Para estos muchachos los límites morales los marca la orden de su superior. Aunque, eso sí: ellos hablan de la muerte con mucha más cautela que nosotros. Ahí es donde se nota al instante la distancia entre un soldado y un civil.

¿Cómo hacerlo para vivir en la historia y escribir sobre ella al mismo tiempo? No se puede agarrar por el cuello un pedazo de vida, toda esa porquería existencial, y arrastrarlo a la fuerza hasta el libro. No se puede coger todo eso y engastarlo en la historia tal cual. Es necesario «abrir una brecha en el tiempo» y «atrapar la esencia».

«La esencia de todo pesar tiene veinte sombras» (Shakespeare, Ricardo II).

… En la estación de autobuses, en una sala de espera medio vacía, había un oficial sentado con su maleta, a su lado un chaval con la cabeza rapada al estilo militar escarbaba con un tenedor la tierra de la maceta de un ficus seco. Dos pueblerinas, con su ingenuidad natural, se sentaron a su lado y le preguntaron de todo: ¿adónde, por qué, quién? El oficial acompañaba a su casa al soldado, que había perdido la razón: «Desde Kabul no para de cavar, cava con cualquier cosa que tenga en las manos: una pala, un tenedor, un palo, un bolígrafo». El chaval levantó la cabeza: «Tenemos que escondernos…Cavaré una trinchera. Soy muy rápido. Las llamamos fosas comunes. Cavaré una trinchera muy grande donde quepamos todos…».

Era la primera vez en mi vida que veía unas pupilas tan anchas como el ojo.

Estoy en el cementerio municipal… A mi alrededor hay centenares de personas. En medio, nueve ataúdes forrados con tela roja. Hablan los militares. Un general ha pedido la palabra… Las mujeres de negro lloran. La gente guarda silencio. Tan solo una niña pequeña con trenzas se ahoga en sollozos junto a uno de los ataúdes: «¡Papá! ¡¡Papááá!! ¿Dónde estás? Me prometiste que me traerías una muñeca. ¡Una muñeca bonita! He dibujado para ti toda una libreta con casitas y flores…Te estoy esperando…». Un oficial joven coge a la niña en brazos y se la lleva hacia un coche negro que hay aparcado afuera. Pero durante mucho rato seguimos oyendo: «¡Papá! Papááá… Papááá, te quiero…».

El general pronuncia su discurso… Las mujeres de negro lloran. Nosotros guardamos silencio. ¿Por qué guardamos silencio?

No quiero estar callada…Y no puedo seguir escribiendo sobre la guerra.

La escritora Svetlana Alexiévich.

La escritora Svetlana Alexiévich.

 

1988, septiembre

Taskent. El aeropuerto es asfixiante, huele a melones, parece que estás en un melonar. Son las dos de la madrugada. Unos gatos gordos, casi salvajes, se meten con osadía debajo de los taxis, los llaman gatos afganos. Entre la muchedumbre de veraneantes bronceados, entre cajas y cestas llenas de fruta, avanzan unos soldados jóvenes, chavales, saltando sobre sus muletas. Nadie se fija en ellos, la gente está acostumbrada a su presencia.

Duermen y comen aquí mismo, en el suelo, encima de periódicos y revistas viejas, llevan semanas tratando de comprar un billete de avión a Sarátov, a Kazán, a Novosibirsk, a Kiev…¿De dónde vienen todos estos mutilados? ¿Qué es lo que estaban defendiendo? A nadie le interesa. Tan solo hay un niño pequeño que no les quita de encima los ojos bien abiertos, y una vagabunda borracha, que se ha acercado a uno de los soldaditos:

—Ven aquí…Te daré un abrazo…

Él la rechaza con un movimiento de su muleta. Ella, sin ofenderse, añade una frase triste, femenina.

A mi lado están sentados unos oficiales de permiso. Comentan lo malas que son nuestras prótesis. Hablan de la fiebre tifoidea, del cólera, de la malaria, de la hepatitis. De cómo en los primeros años de guerra no había ni pozos, ni cocinas, ni baños, ni siquiera había con qué lavar los platos. También hablan de las cosas que se llevan a casa: uno va con un videocasete, otro con un magnetófono Sharp o Sony. Se me ha quedado grabada en la memoria la manera en que observaban a las mujeres, mujeres descansadas, guapas, con sus vestidos escotados…

Esperamos durante mucho rato el avión militar que nos llevará a Kabul. Nos comentan que primero cargarán el equipamiento y después a la gente. Hay unas cien personas esperando. Todos son militares. Me sorprende que hay muchas mujeres.

Fragmentos de las conversaciones que escucho:

—Estoy perdiendo el oído. Lo primero que dejé de oír son los pájaros que cantan más agudo. Es debido a una contusión craneal…

Por ejemplo, al escribano cerillo no lo oigo en absoluto. He grabado su canto y me pongo la cinta a toda pastilla, pero nada…

—Primero disparas y luego miras a ver a quién le has dado:¿será una mujer?, ¿un niño? Cada uno tiene su propia pesadilla…

—El burrito, durante el bombardeo, se tumba. Acaba el bombardeo y se levanta de un brinco.

—¿Quiénes somos nosotras en la Unión Soviética? ¿Las putas? Eso lo sabemos. Una trata de ganar al menos para comprarse una vivienda. ¿Y los hombres qué? Todos se dan a la botella.

—El general hablaba del deber internacional, de la defensa de las fronteras del sur. Incluso le salió la vena sentimental: «Llévense caramelos. Sí, los afganos son como niños. El mejor regalo son unos caramelos».

 

Zinc

 

*Fragmento del libro “Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la guerra de Afganistán”, de Svetlana Alexiévich, (DEBATE, 2016). Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.