Una de las muchas estrategias para alejar a la gente de la voluntad de razón y mantenerla en un estado de enajenación es bombardearla de deseos, es decir, de carencias, a través de los medios masivos, pero también insistir de modo muy sutil en que la forma de satisfacer esas carencias es únicamente con dinero, al que ya no se le contempla como un medio de intercambio, sino como fin en sí mismo: un objetivo que acabará con cualquier finalidad real (el agua, el aire, la tierra, el calor del fuego, la vida animal, la naturaleza, el planeta, la misma especie humana…). Cada bombardeo que inventa nuevas necesidades lleva implícito el deseo de dinero, y quien satisface esas necesidades sabe que lo que no deja dinero carece de utilidad. Desde esta óptica, la mayoría de las carreras universitarias, así como el ejercicio y desarrollo del intelecto no serían útiles por sí mismos porque su fin inmediato no es la obtención de dinero. Tampoco sería útil un parque público ni el agua de un río: sólo el agua embotellada o los parques de diversiones donde se cobra la entrada. Todo esto acaba lentamente con la realidad, y lo paradójico es que quienes lo hacen son empresas y corporaciones creadas por gente supuestamente “realista” y “razonable”, capaz de extinguir una especie animal con tal de erigir una nueva zona turística.

A lo anterior, hay que agregar el siempre infantil y superficial concepto de “competencia”, como si vivir fuera un juego cuyo ganador estará marcado en la frente por la estrellita del triunfo monetario y las comodidades materiales. Uno de los efectos sociales de esta manera de percibir el mundo es la generación y la expansión de la envidia. Ciertas clases económicas envidian a otras y el tejido de una comunidad va descomponiéndose con el resentimiento social y el rencor. Alfonso Reyes define el rencor como la “falta de acomodo, para una emoción inédita, en nuestro sistema del mundo. Sensación de estorbo sublimada —no: satanizada”, y Todorov habla del “abuso de la memoria”. El resentimiento, la envidia y el rencor se reproducen y expanden. Ya se trate de una comunidad, es decir, de un grupo que comparte valores y creencias, o de una sociedad regida siempre por leyes, el tejido humano que las conforma se va descomponiendo y cada vez más se dirige a un estado mucho más primitivo que el de la animalidad, un estado en que lo único relevante es la consecución del placer evitando el dolor con el dinero como único intermediario y otorgante de placer. Tampoco importa si esta acción se ejecuta a costa de los demás, oprimiéndolos o explotándolos. El deseo se multiplica una y otra vez luego de satisfacerse, y quien ya tiene quiere más y más. Todo se convierte en círculo vicioso, o mejor: en una espiral descendente donde el planeta, con todos sus elementos, será un inmenso mercado controlado por quienes lo han patentizado: las grandes corporaciones (incluida una de las más viejas y letales: la Iglesia católica). Mientras tanto, las clases oprimidas (y envidiosas) seguirán destruyéndose mutuamente.