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El Estado —dice la Corte— no está obligado a indemnizar a las personas que han sido consignadas y encarceladas con base en pruebas ilícitas.

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Patología virulenta

Por Raúl Jiménez Vázquez

México vive inmerso en una aguda crisis de derechos humanos cuya piedra de toque es sin duda la impunidad crónica, sistemática y estructural que ha estado presente a lo largo del tiempo, por lo menos desde fines de la década de los años sesenta, en la que desde las entrañas mismas del gobierno fue concebido, planeado, ejecutado y encubierto el abominable genocidio del 2 de octubre de 1968, por el que nadie, absolutamente nadie, ha compurgado pena privativa de libertad alguna.

Esa patología alcanza su máximo grado de virulencia dentro de ciertos enclaves en los que la rendición de cuentas en el ámbito humanitario es literalmente inexistente. Las fuerzas de seguridad, incluidas las fuerzas armadas, son uno de los sectores que se hallan revestidos de una poderosa e infranqueable membrana protectora ante la cual se estrellan los imperativos categóricos inherentes a la verdad, la justicia, las reparaciones integrales, las garantías de no repetición de los ataques y la preservación de la memoria histórica de las víctimas.

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La impunidad también campea en el espacio de la acción gubernamental conformado por las policías ministeriales y las agencias del ministerio público. Ahí siguen estando a la orden del día las torturas y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes. Pocos, muy pocos, son quienes han sido llevados ante la justicia para ser juzgados y castigados por estas afrentas a la dignidad humana. Menos aún, ahora que los ministros de la Primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación acaban de establecer un inverosímil, totalmente regresivo y muy peligroso criterio interpretativo, conforme al cual el Estado no está obligado a indemnizar a las personas que han sido consignadas y encarceladas con base en pruebas ilícitas, pues ello “no es constitutivo de una actividad administrativa irregular”.

Las organizaciones religiosas son otro nicho en el que la impunidad ha sentado sus reales. En su seno se han perpetrado atrocidades sin nombre que han sido visibilizadas con gran valentía y congruencia por el exsacerdote Alberto Athié, el investigador de la UNAM Fernando González y un grupo de ex Legionarios de Cristo encabezado por el Dr. José Barba.

Finalmente es preciso aludir a los impunes atropellos de los derechos humanos atribuibles a las grandes corporaciones, puestos de relieve por los representantes del Grupo sobre Empresas y Derechos Humanos, dependiente de la ONU, quienes durante su visita reciente a México recogieron dramáticos testimonios en el sentido de que: I) a partir de la reforma energética se ha propiciado un despojo legalizado de las tierras propiedad de las comunidades agrarias e indígenas, II) día a día se viola el derecho de los pueblos originarios a la consulta previa, III) los opositores a los megaproyectos empresariales son hostilizados y criminalizados.

Derrumbar los cotos de impunidad, acabar de una vez por todas con los anillos de complicidad, es una condición sine qua non para la construcción del Estado constitucional de derecho que merecemos los mexicanos.