Por Eusebio Ruvalcaba
Johannes Brahms (1833-1897) compuso tres sonatas para violín y piano, más un movimiento de otra escrita por varios autores en homenaje a Schumann. Pero que haya compuesto tres y sólo tres sonatas no es casual.
Hay que principiar por lo más obvio: estas tres sonatas son de lo más bello jamás compuesto para la dotación de violín y piano. Tampoco se piense que este apartado de la música de cámara es tan abundante como las flores silvestres en las faldas de las montañas. Por lo contrario, al punto de que no toda la herencia de todo compositor en lo que se refiere a estas sonatas vale la pena mencionarse. Pero si se trata de evocar, cómo dejar de lado cuando menos la Primavera y la Kreutzer de Beethoven; la de Richard Strauss, la opus 45 de Grieg, su majestad la de César Franck, la de Debussy, y por ahí unas cuantas de Schubert, unas cuantas de Mozart, inevitable mencionar la de mi bemol mayor K 380, la de si bemol mayor K 378, la de sol mayor K 301, la de mi bemol mayor K 481; una o dos de Mendelssohn, una o dos de Schumann —de las tres que dejó.
Y aquí entramos al chisme que les traía yo. Se los voy a contar pero prométanme que no lo divulgarán. Que harán de cuenta que nunca lo escucharon. Ahí les va: Brahms compuso tres sonatas, Schumann compuso tres. Y si esto tal vez carezca de importancia a primera vista, en el fondo no lo es tanto. Si consideramos que hay una mujer de por medio: Klara Schumann, la esposa de Robert. Pues bien, la historia es muy simple. Cuando Brahms es apenas un adulto salido de la adolescencia conoce a Schumann —por cierto, también llamado Eusebius; o Florestán, que con cualquiera de estos dos seudónimos escribía sus artículos sobre música. Regreso. Brahms conoce a Schumann, toca el piano para él, y Robert llama a su esposa, quien en ese momento se encontraba en la cocina —un lugar que a las mujeres les atrae, a veces espontáneamente y a veces por la fuerza. Bien. Klara acude al llamado de su marido y escucha a Brahms, quien toca sus propias composiciones. Cuando concluye, se vuelve y deposita sus ojos en aquella mujer. Y con eso fue suficiente. De ahí nacería un amor —que los discretos o los no afectos a las habladurías, que por suerte no son la mayoría, insisten en negar— que sobreviviría a través de la música. Porque para Brahms ése fue el amor de su vida —¡como lo había sido también para Schumann! Y entonces Johannes no solamente se convierte en amigo íntimo de la familia Schumann, sino que, a la muerte del compositor, se aplica a cuidar de la numerosa progenie que había en casa mientras Klara toca el piano para la manutención de sus hijos. Como a cualquier compositor temperamental le hubiese ocurrido, Brahms se dedica a tratar de igualar y superar —y conste que en buena medida lo consiguió— la obra de su ídolo (que también lo fue). Véase si no: Schumann, cuatro sinfonías; Brahms, cuatro; Schumann, un concierto para violín; Brahms, uno; Schumann, tres cuartetos de cuerda; Brahms, tres; Schumann; tres sonatas para violín y piano; Brahms, tres; Schumann, un quinteto para piano y cuerdas; Brahms, uno.
Y es justo en estas sonatas que las de Brahms no tienen parangón. Las tres son, ya lo dije, sublimes, y tal vez por este carácter casi místico es que no todos los violinistas las tocan, no porque sean prueba de fuego para el instrumento, técnicamente hablando, sino por la musicalidad que exigen. Arte de principio a fin. La grande, enorme, vigorosa música de un extremo a otro. Al punto de que, y para ser sinceros, la tercera, que da título a estas líneas, no supera a las otras dos, pero bien vale la pena escucharla como botón de muestra.