Fragmento inédito de novela

Por Ivo Quallenberg

 

Antes de topar con el destino desconocía por completo que éste me haría doblar las esquinas: fatídicamente atravesé los vericuetos de una ciudad azarosa hasta llegar a esta zona ultrachic, siempre arrimadito a las virtudes porriles de Valderrama, el más fortachón de mis compañeros de banca. A Valderrama le sobra masa muscular para arrollar a quien se le ponga enfrente, un atributo nada desdeñable si se quieren sortear las peripecias de una metrópoli donde los tipos de complexión rupestre alcanzan la providencial estatura de unos ángeles de la guarda. Es verdad. Como van las cosas hasta el más pacifista de los ciudadanos está obligado a transitar por la gran mancha urbana haciéndose acompañar por su ángel blindado, pues, a falta de uno, se corre el riesgo de abordar un camión de pasajeros y terminar descendiendo en la estación de la Morgue.

No creo que agenciarse un guardaespaldas para conjurar a la Parca determine un cuadro paranoide, toda vez que uno de los asesinos más insignes del momento pretendía abatir la esperanza de vida de la comunidad universitaria. Salvo Valderrama, dudo que otro universitario haya permanecido impávido ante este multiasesino cuya destacada vocación antiacadémica ponía en jaque a nuestras instituciones.

El recuento de los males no era poco: durante dos años el susodicho se las arregló para que nuestras facultades figuraran en la nota roja. Indistintamente segó la vida de tres individuos que formaban parte del personal administrativo (sin que corriese de por medio su puntualidad o eficacia), cinco almas del cuerpo académico (a un doctor honoris causa le tocó morir de la misma manera que a un profesor adjunto), sin desdeñar al estudiantado, claro está, donde al parejo se merendó a un fósil y a dos mataditos. Tal amplitud de registro le dispensó, por decirlo de algún modo, un intachable halo democrático.

La policía llegó a asegurar que el modus operandi de este asesino consistía en seleccionar a su víctima entre el alumnado o personal de alguna facultad y acometerla en lo oscurito o seguirla hasta la puerta del hogar donde la estrangulaba para luego, y he aquí su sello distintivo, arrancarle una oreja que probablemente añadía a su colección privada (con lo cual habría podido construirse un móvil de dos niveles y fabricarse un collar). La fijación de la oreja le confirió el seudónimo del Van Gogh, aunque el muy tacaño se dedicara a arrancar las orejas del prójimo. Inútil someter el desacierto a una crítica severa: la vox pópuli decretó que mutilar orejas con la ayuda de un cutter —y dibujar la tenue línea de una cuerda de guitarra en el pescuezo de la víctima— era cosa digna de un artista y lo apodó el Van Gogh.

Evidentemente, todo resulta muy simpático mientras no sea el cuello de uno el que aporte a la causa el material necesario. Así que nada tiene de paranoico haberle solicitado a mi compañerito de banca que me escoltara hasta este barrio de ensueño que desaira a la ciudad desde Las Lomas:

—Vámonos juntos, Valderrama.

—¿Qué tan juntitos, mi rey?

Tamaño hocicote el de Valderrama. Y peor a la hora de fruncirlo como culito de gallina para hacerse el maricón.

Quedamos que nos encontraríamos en una esquina de Insurgentes, bastante cerca de mi casa, para de ahí tomar una pesera.

—A las ocho y media —acordó Valderrama que estaba de un humor estupendo debido a que ese día, 2 de diciembre, gracias a una huelga administrativa nos habían adelantado las vacaciones navideñas—. A los ocho y media. Ni un minuto más ni uno menos —dijo y verificó su reloj. Francamente a Valderrama no le quedan esos aires de Big Ben. Ningún antropólogo admitiría la presunción de que un cavernícola adopte poses de lord inglés. Aun así, al Cromañón de Valderrama le gusta farolear. —Ni un minuto más o me voy sin ti —tajó y puso cara de té helado.

Fragmento inédito de la novela El destino dobló la esquina, de próxima aparición en Ediciones Eternos Malabares, México, 2016.