Otra aviesa jugada de Francisco
Por Guillermo Ordorica R.
El Papa anunció recientemente que, en el consistorio que se realizará el 19 de noviembre venidero, se crearán 17 nuevos cardenales de la Iglesia católica, de los cuales 13 tendrán derecho a voto en el cónclave que, llegado el momento, decida quién será el sucesor de Jorge Mario Bergoglio en el trono pontificio. La nota representa una más de las aviesas jugadas de Francisco, que tiene claro que ninguna de sus reformas habrá de perdurar si no va acompañada de los apoyos políticos necesarios en el interior de la curia romana.
Por segunda ocasión en lo que va de su reinado, la designación incluye a un religioso mexicano, en este caso al arzobispo de Tlalnepantla, monseñor Carlos Aguiar Retes. Ya antes, el 14 de febrero del año anterior, monseñor Alberto Suárez Inda, arzobispo de Morelia, fue ungido como purpurado, en un gesto que, según se informó entonces, reconocía su caridad pastoral en el servicio de la Santa Sede y de la Iglesia.
Ambas designaciones son indicativas del deseo del Papa de reestructurar los liderazgos eclesiásticos en México, tanto en la forma como en el fondo. En el primer caso, a través de la ruptura de la antigua práctica pontificia de que, para ser príncipe de la Iglesia, era requisito encabezar la arquidiócesis de México, Guadalajara o Monterrey. En cuanto al fondo, es evidente que Suárez Inda y Aguiar Retes representan una corriente de religiosos más comprometidos con los postulados sociales del Concilio Vaticano II y distante de la línea conservadora que, en su tiempo, estructuró el delegado apostólico en nuestro país, Girolamo Prigione, a través de los Legionarios de Cristo y de las Arquidiócesis de México y Guadalajara.
En un nivel más amplio, que rebasa fronteras nacionales, el próximo consistorio refleja el deseo de Francisco de que la Iglesia sea más dialogante y menos proclive a demonizar todo aquello que se aleja de sus enseñanzas tradicionales. De igual suerte, en el plano operativo, incorporará en la toma de decisiones a corrientes eclesiásticas que fueron desplazadas durante el larguísimo reinado de Juan Pablo II y el de Benedicto XVI.
Visto desde esta perspectiva y valorando el impacto que tendrá la designación de los nuevos cardenales, se prevé que la meta de Francisco con estos movimientos sea consolidar una nueva plataforma para el gobierno universal de la Iglesia en los próximos dos o tres lustros.
El repaso de las nacionalidades de los 17 nuevos purpurados (cinco europeos, cuatro de América septentrional, dos de América meridional, tres de África, dos de Asia y uno de Oceanía) indica que, en efecto, Bergoglio aspira a que esa universalidad de la Iglesia se refleje en la composición del Colegio Cardenalicio, que para finales de noviembre contará con 228 miembros, de los cuales 108 serán no electores y 120 electores.
En lo que va de su pontificado, Francisco ha creado ya 44 cardenales electores, lo que inclina la balanza a su favor, en especial a la hora de someter a su consideración temas relacionados con el dogma y la gobernanza de la Iglesia. No obstante, el decano del Colegio, cardenal Angelo Sodano, un leal a toda prueba de Juan Pablo II y quien en su momento llegó a ser considerado como posible sucesor de Wojtyla, es el candado que por ahora garantiza el equilibrio entre las corrientes conservadora y progresista de la Iglesia.
Sodano es el último y más sólido eslabón del otrora poderoso grupo que encumbró el exarzobispo de Cracovia para garantizar la interlocución política de la Iglesia con los actores clave que pusieron fin a la Guerra Fría y abrieron la puerta a las relaciones internacionales del siglo XXI. Paradójicamente, este poderoso purpurado deberá ayudar a Francisco a alcanzar los objetivos reformistas de su pontificado, que son cada vez más lejanos a los de sus dos predecesores.
Así las cosas, la mancuerna Bergoglio-Sodano se presenta como representación de la ruptura pactada entre dos grupos de poder que, sin ser antagónicos en el dogma fundamental, son claramente diferentes en materia pastoral así como en los acentos morales y racionales de la teología católica.
Muchos son los temas que surgen con la composición plural del colegio cardenalicio, aunque debe subrayarse que todos sus integrantes han trabajado para recuperar la centralidad devocionaria en Cristo, que Wojtyla arriesgó por un marianismo que rayó en el exceso y que podría haber proyectado la imagen de un catolicismo desbalanceado.
Hay sin embargo un capítulo que sigue siendo objeto de polémica y que ya rebasa las tendencias establecidas por Juan Pablo II. Tal es el caso de la creación de santos, que si bien son ejemplo de vida para los fieles, son ya tantos que se corre el riesgo de demeritar la seriedad de su devoción religiosa. Las cifras lo dicen todo, en tanto que Juan Pablo II beatificó a 1340 personas y canonizó a 483, Francisco ha canonizado a 848 santos, de los cuales 815 fueron elevados a los altares en un solo día, el 12 de mayo de 2013, haciendo así de Bergoglio el papa que ha proclamado más santos en toda la historia de la Iglesia. El asunto está en el tintero.
El conjunto de las acciones que está realizando Francisco en el interior de la Iglesia debe, en todo caso, verse como catalizador de su transformación, de tal suerte que pueda afrontar el desafío de seguir siendo maestra de occidente y la institución que aglutine a las cada vez más variopintas expresiones de la fe católica en los cuatro rincones del globo.
En la prospectiva y en beneficio de su propia legitimación, Roma debe esforzarse para aportar elementos útiles a la discusión de los grandes temas que inquietan al mundo, no solo aquellos que integran la denominada agenda global —en cualquier caso, una agenda ligera— sino todos esos otros capítulos que convergen en el legítimo anhelo de los pueblos de vivir en paz y en condiciones dignas.
En los albores del tercer milenio de historia cristiana, Francisco ha marcado una línea muy clara: la Iglesia católica no puede desentenderse ni ser cómplice de los que tienen todo a costa de los que no tienen nada. Tal es el mérito del pontífice, y también la materia prima para la charlatanería e intriga de sus detractores en el Palacio Apostólico.