Tonight I’ll Be Staying

Here with You

 

3:21 Track 10

del Nashville Skyline, 1969

 

A pesar de la misma mirada triste, Sara Lownds y Sara Reyes son muy diferentes. Lownds era flaquita y misteriosa. Sara Reyes es grande: las piernas, las nalgas, los labios y los ojos, sobre todo los ojos, grandes como tormentas.

Encerrado en mi cuarto, una semana después de que me terminó por Nacho, pienso en eso: en su cuerpo. Es la una de la tarde y estoy abajo de las cobijas, con los párpados pegados, oyendo a Dylan en los audífonos, porque la casa está llena de invitados y no quiero saber nada de ellos. Me duele la cabeza y tengo la boca amarga y reseca. No puedo dejar de pensar en ella y en las ganas que tengo de acariciarla, así que meto la mano en mis bóxers y me masturbo, otra vez, como lo he hecho desde que me desperté. El recuerdo de su cuerpo me aprieta y hace que mi pene lata con fuerza entre mis manos, regando olas de placer y tristeza mezcladas en una misma sustancia. Es una sensación oscura que no me va a llevar a ningún lado ni me va a hacer sentir mejor, pero que no puedo parar. Mientras mis manos suben y bajan sobre la pared de carne, me imagino respirando otra vez el olor de su vagina. Cuando me vengo y el esperma se riega sobre mi estómago, agarro un poquito con la mano y lo pruebo, como si el sabor hiciera el recuerdo más real. Alcanzo a oír que alguien toca la puerta de mi cuarto. Subo el volumen y me acuesto boca abajo para seguir pensando en Sara.

Lo mejor de coger con ella era que me hacía sentir otro: cuando estábamos juntos lo demás desaparecía. Entre más nos veíamos el efecto se alargaba y, aunque no estuviera con ella, su presencia seguía cuidándome, como una armadura que me protegía de las partes duras del mundo. Era como si en medio de una vida de mierda hubiera aparecido una canción extraña y sus acordes hicieran saltar sonrisas del fondo de mis huesos. La rutina se me hizo pedazos y me parecía un milagro llegar a su casa y coger con ella, como si fuera tan normal, como si pasara siempre.

Siguen tocando la puerta. Tocan y tocan hasta que me levanto y les abro. Es mi mamá, me dice que mi prima está preguntando por mí, que deje de hacer lo que estoy haciendo y baje a saludarla.

Las caras de mis tías me ponen más triste de lo que estaba. No importa que Julieta esté ahí, sentada en el sillón, sonriéndome. Supongo que a una parte mía también le da gusto verla, a la que siempre le han gustado sus pestañas larguísimas y sus labios de geranio, pero es una parte insignificante, porque la hago a un lado muy fácil. Les digo que me siento mal y regreso a mi cuarto.

Apago la luz, pongo la misma canción que estaba oyendo y me meto a las cobijas. La primera vez que cogí con Sara fue una semana después de la Vasconcelos. Apuntamos nuestros mails y teléfonos y nos despedimos. La noche después de conocerla no pude dormir. Escuché cuarenta y nueve veces seguidas Sad Eyed Lady of the Lowlands, lo que equivale a 9 horas con 13 minutos. Para las noches siguientes hice una playlist con 16 versiones de la canción: en mono y estéreo, la maqueta, 2 bootlegs y 10 covers. Las líneas digitales que formaban su número de teléfono apuntado en mi celular aventaban toneladas y toneladas de luz: cada vez que lo veía las ilusiones saltaban, se regaban adentro de mí. Repasaba el encuentro una y otra vez, encontrando parecidos entre la cara de Sara y los versos de la canción. Pero no me atrevía a hablarle. Así al menos tenía el impulso eléctrico de su número de teléfono y la posibilidad de algo más. Porque si le marcaba, la historia podía acabarse antes de empezar: si Sara no me contestaba o ni siquiera se acordaba de mí, se apagarían las ideas del futuro y yo regresaría a mi vida lenta y sin chiste.

Lo único que hice fue agregarla a Facebook, para que cuando aceptara mi solicitud de amistad pudiera decirle en el chat: “Qué suerte que te metiste al mismo tiempo que yo”. Nunca se conectó.

Pero dos días después me habló al celular.

“Hey, chavo. Ya oí la rola que me dijiste. Está chidita. Oye, ¿qué onda? Hay que vernos ¿no?”

El día que nos volvimos a ver fue en casa de Sara, un departamento en el primer piso de un edificio en la calle de Londres. Me llevé la guitarra y el soporte de metal de la armónica, aunque no sabía tocarla, sólo porque me gustaba cómo me veía con ella. Le canté Tangled Up in Blue, porque la rola habla de los primeros momentos de Dylan y Sara. Aunque también habla del final, de la mierda y la alegría, el principio y el adiós: una historia de amor completa comprimida en los 5 minutos con 40 segundos que dura la canción. Mientras yo cantaba, Sara sacó su celular y se puso a tomarme fotos. Cuando acabé, me quitó la guitarra, me agarró de la mano y me llevó a su cuarto.

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La pared de atrás de su cama estaba tapizada con páginas completas arrancadas de revistas de rock. El foco del techo tenía una cubierta roja que transformaba la luz empapando el cuarto con un rosa pegajoso.

Sara se acercó a su compu, escribió algo en Facebook, prendió un cigarro, dio dos fumadas y me dijo que me sentara en la cama. Me besó como si ya nos conociéramos y lo hubiéramos hecho un millón de veces: sentí su lengua moverse despacito adentro de mi boca, chocando contra la mía, encimándosele, tapando los gritos de alegría que se me querían salir. Me soltó, regresó a la compu, puso otra canción, tal vez alguna cosa como Café Tacuba, dio otra fumada a su cigarro, agarró su celular y me quitó la sudadera y la playera.

“Ten, nene. Graba”, me dijo, y me dio su teléfono. Vi a través de la pantalla del celular cómo se quitó la blusa bailando despacio y agarrándose la cintura al ritmo de la música. Vi sus tetas enormes queriendo reventar los pixeles del teléfono y desparramarse afuera de la pantallita. Se desabrochó el cinturón y uno por uno los botones del pantalón de mezclilla. Después me empujó para que quedara acostado sobre la cama, boca arriba, y se paró encima de mí, con una pierna a cada lado de mi cuerpo para que la grabara desde abajo. Se quitó el pantalón y los calzones, todavía bailando. Desde esa posición se veía mejor, más grande y real: las tetas y la panza y las piernas y la vagina, rasurada, acolchonadita y perfecta. Parecía una diosa gigante que lo supiera todo, controlando cada segundo y cada movimiento de lo que pasaba en el cuarto y afuera, en el mundo, en el universo. Sara se agachó poco a poco hasta quedar sentada encima de mí. Con una mano me ayudó a quitarme el pantalón y los bóxers y con la otra se acarició los pezones. Yo ya lo tenía bien parado. ¡Era demasiado! Demasiada puta alegría y demasiados nervios y demasiado presente. Sara me masturbó, duro, apretándomelo mucho mientras cerraba los ojos. Le dije que me esperara, y casi sin moverme, para que no se rompiera el hechizo, me estiré para alcanzar mis pantalones y sacar el celular. Me puse los audífonos, busqué una canción y le di play. Volví a agarrar su celular y grabé su cara con los párpados cerrados, un close up de su lengua asomándose por los labios, sus dedos con uñas rosas de princesa, frotándome.

“Graba, nene. Sigue grabando”, me dijo, alzó las nalgas tantito, me acomodó el pene y se lo metió poco a poco, acompañando la entrada con unos gemidos roncos.

Se soltó el pelo. Seguía con los ojos cerrados y el color azul brillante, fosforescente, del maquillaje sobre sus párpados. Las gotas de sudor la hacían brillar como en una película. Y todo era perfecto por eso, porque la veía a través de una cámara y era como estar en el cine, viendo a una estrella: la canción en los audífonos golpeaba contra mis oídos, en oleadas, como el placer y las ganas que tenía de gritar y venirme. La batería, el órgano y Bob aullaban con locura, “Honey I want You! I want You! so bad”. Yo estaba adentro y afuera de mí, saltando de la cámara a la canción a mi cuerpo. Veía la escena desde afuera, queriendo capturar cada instante del milagro, guardar todo lo que no podía grabar la cámara: el olor agrio de su vagina, sus gemidos de otra dimensión, los golpes de mi corazón, la música de Bobby sobre nuestros cuerpos. Respiré profundo y dejé que el sonido de la armónica terminara de transformar la escena, de elevarla. El enterrador culpable, la reina de espadas y el pequeño niño con su traje chino, de la letra de la canción, cobraban vida alrededor del cuarto, corrían desquiciados sobre el tocador, abrazaban a los rockeros pegados en la pared, nadaban en el humo de cigarro que flotaba sobre nosotros.

Cuando me dijo: “Chavo, espérate. No te vayas a venir”, regresé desde la escena donde me contemplaba a mí mismo y me di cuenta que sí, que estaba a punto de venirme. Sara movió la cadera más y más rápido, aventándola contra mí. Los gemidos escurrían de su boca, uno tras otro tras otro tras otro, subiendo el volumen hasta llegar a un último crujido, un último grito rebotando contra las paredes del cuarto y de mis tímpanos y de mi corazón. “¿Sí aguantaste, verdad?”, le dije que sí y me sonrió con la sonrisa más dulce que jamás nadie me había sonreído. Me dijo que me parara. Ella seguía con las rodillas hundiéndose sobre el colchón y la cara, ahora, enfrente de mi pene. “No dejes de grabar”, me dijo, me lo agarró y me lo jaló muy rápido muy rápido muy rápido hasta que a través del celular vi cómo el líquido blanco saltó hasta su cara y se estrelló sobre la pintura azul de sus párpados, sobre su nariz, sus labios y sus dientes.

Después Sara me pidió el celular. Se limpió con un kleenex y se salió del cuarto. Yo fui al baño. Al salir me quedé parado enfrente del espejo. Prendí un cigarro y mientras soltaba el humo y éste subía despacio y se mezclaba con mi reflejo, me fijé que además de mi cuerpo flaco y moreno, de mi pelo largo, medio ondulado, y el fleco que me tapaba un poco los ojos, había algo más, algo que no había visto antes. Algo que me hacía más grande, más interesante y profundo. Más parecido a Bob Dylan.

Me quedé así un buen rato, contemplando al nuevo personaje del espejo, pensando que esta versión se parecía más a mí mismo que ninguna otra, y que si Sara también veía a este personaje guapo y misterioso, ésta iba a ser una buena historia.

Bob Dylan

 

>Fragmento de la novela “Adiós a Dylan”, de Alejandro Carrillo (Literatura Random House, 2016). Agradecemos a la editorial todas las facilidades otorgadas para su publicación.