Merced a la presión internacional

 

La visita oficial de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Navi Pillay, ha sido todo un hito. Su objetivo primordial fue constatar in situ el grado de atención que el Estado mexicano ha dado a las más de mil observaciones formuladas por el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, dentro del contexto del Mecanismo de Evaluación Periódica Universal, y otras instancias humanitarias regionales y universales.

Empero, las cuentas a ese respecto han sido definitivamente magras. Los señalamientos siguen insolutos y a ellos se han agregado otras irregularidades de igual o mayor calibre jurídico y social, como las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que ha acarreado la guerra antinarco emprendida por el Ejecutivo federal en los albores de esta administración.

En los varios encuentros sostenidos con organizaciones no gubernamentales, activistas y familiares de las víctimas, la señora Pillay escuchó de viva voz que desde diciembre del 2006 a la fecha más de 40 mil vidas humanas han sido segadas; más de 10 mil personas han sido objeto de desaparición forzada; más de 50 mil niños y adolescentes han quedado en la condición de huérfanos; un número no menor de 150 mil seres humanos están sufriendo los estragos del desplazamiento de sus lugares de origen; los migrantes no cuentan con las protecciones necesarias a fin de preservar su integridad.

Haciéndose eco de esa delicada situación, en una reunión en Los Pinos la alta comisionada externó al primer mandatario su preocupación por los ataques a los derechos humanos atribuidos a agentes del Estado mexicano en la lucha contra el crimen organizado; también lo exhortó a asegurarse de que haya una acción efectiva por parte de tribunales civiles, con independencia de quien sea el perpetrador.

El Presidente se limitó a decir que la estrategia seguida es la correcta y que su gobierno no ha impuesto ningún régimen excepcional, ni recurrido a medidas extraordinarias que cancelen los derechos humanos, aunque estén previstas en la Constitución.

Los importantísimos pronunciamientos de la ilustre visitante surtieron los efectos cimbradores de un terremoto de ochos grados en la escala de Richter. El diputado federal Javier Corral, presidente de la Comisión de Gobernación, se apresuró a dar a conocer un predictamen sobre la minuta senatorial relativa  a la Ley de Seguridad Nacional en el que se prevé que los militares que cometan abusos contra la población civil no serán juzgados por jueces castrenses, sino por tribunales civiles.

De transitar dicha propuesta, literalmente se acabará de un plumazo con el régimen de impunidad que ha arropado y excluido a los milicianos de los límites objetivos del Estado de derecho. Al derogarse la parte conducente del artículo 57 del Código de Justicia Militar, el único fuero que subsistirá en esta materia será el aplicable a las faltas propias de la disciplina castrense.

Una segunda reacción a las críticas de la representante de Naciones Unidas provino de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Contradiciendo la actitud por demás pusilánime con que se condujeron en una sesión realizada a fines del año pasado, cuando por vez primera se discutió el tema a solicitud del ministro José Ramón Cossío, los jueces supremos establecieron que las sentencias que emite la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado mexicano deben ser cumplidas por éste.

En estricto sentido, jurídicamente no era indispensable proclamar esa interpretación porque el artículo 68 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos claramente y sin lugar a dudas dispone que los Estados tienen la obligación de dar cumplimiento a las decisiones de la Corte de San José. A mayor abundamiento, en los artículo 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 1969 se indica que los tratados deben ser cumplidos de buena fe (regla pacta sunt servanda) y que no es lícito invocar el derecho interno a fin de justificar el desacato a los deberes establecidos dentro de un pacto internacional.

Sin embargo, lo valioso del criterio jurisdiccional que nos ocupa son sus consecuencias políticas. Conforme su literalidad, el Estado mexicano debe cumplir  las condenas que le han sido impuestas por la Corte Interamericana, destacando por su importancia manifiesta la referente a la ineludible reforma del mencionado artículo 57 del Código de Justicia Militar que está contenida en los fallos recaídos a los casos paradigmáticos de Rosendo Radilla, de las indígenas tlapanecas Valentina Rosendo e Inés Fernández y de los campesinos ecologistas Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera.

A la luz de esa experiencia, tal parece que los cambios de fondo en el campo del respeto, protección y efectiva observancia de los derechos humanos requieren el catalizador de la presión internacional. ¿Acaso el derrumbe del fuero militar no pudo haber sido resuelto en el plano interno? ¿Acaso esa es la vía para poner fin a la secuela de miedo, dolor, horror y muerte que ha producido la inefable e inconstitucional guerra antinarco?