Pueblos enojados
Por José Elías Romero Apis
Siempre me ha sorprendido que los pueblos enojados repudien la política y a los políticos. Así sucedió con nuestros vecinos en su reciente elección. Lo que han sufrido con su gobierno puede ser explicable pero su reacción al elegir a un político improvisado me parece incongruente, por decir lo menos.
Creo que la política es el espacio insuperable para ejercitar las cualidades creativas. Para conocer a fondo los problemas específicos. Para el diagnóstico y la selección de soluciones. Para implementar lo que es posible y desechar lo utópico. Para ser el puente de unión entre las exigencias sociales, los compromisos de la política y las recomendaciones de la sensatez.
Es en la política donde se aprende a hacer funcionar la cosa pública a como dé lugar. Sin recursos, sin apoyos, sin comprensiones, sin las personas más idóneas, sin tecnología, sin equipamiento y, muchas veces, sin soportes normativos ni apuntalamientos políticos. No es un taller de concesionaria automotriz donde se reparan los automóviles importados, donde se utilizan refacciones de catálogo ineludible, herramientas de precisión tecnológica y mecánicos entrenados quién sabe dónde.
Nada de eso. Se trata más bien de un pequeño tallercito de talachas artesanales donde se reparan carcachitas. Donde se usan las refacciones nuevas o usadas que se pueden encontrar y que se pueden pagar. Donde el maestro mecánico dispone de algunas herramientas modestas. Y donde se auxilia de ayudantes que medio van aprendiendo y que faltan dos veces por semana. Por eso cuando los políticos han aprendido a hacer bien su trabajo se vuelven poderosísimos, se vuelven respetadísimos y se vuelven casi imprescindibles.
Por esas características la política es una escuela donde se aprende a trabajar con lo que se tiene y no necesariamente con lo que se quiere. En ella se aprende a trabajar rápido, a desarrollar capacidad de síntesis, a diagnosticar el fondo de los problemas, a imaginar soluciones múltiples, a atender a un público numeroso, a guardar secretos, a conservar distancias y muchas otras aptitudes.
En ocasiones esos políticos tan creativos daban la impresión de que eran niños jugando a que gobernaban. Tenía razón Ortega y Gasset. El verdadero político no se contenta con pensar y con hablar. Tiene el frenesí de la creación. Hace y hace. Construye y construye. Realiza y realiza. Es ejecutor sin descanso. Como el pintor, el músico o el escritor que no duerme, no come y no se cansa. No bien termina una obra cuando ya está iniciando la otra. Son muy positivos para sus pueblos y para sus naciones. Son sus verdaderos artífices y son los que determinan su verdadero destino.
Pero, además de su creatividad, era notable la aparente facilidad con la que hacían sus realizaciones. Se creería que nada les costaba trabajo. Sabían para qué es el poder y cómo debe llevarse. Y lo llevaban muy bien. Se movían con él como si fuera un traje a la medida o, más aún, como se lleva la piel. Hacia donde se movieran el poder iba con ellos. Estos hombres pueden ser comparados con aquellos patinadores, bailarines o acróbatas que realizan sus rutinas como si fuera muy sencillo. Provocan el deseo de imitarlos suponiendo que cualquiera podrá hacerlo igual.
En algunas ocasiones esos artistas de magistral destreza hacen necesario que el público ingenuo quede advertido de no intentar ninguna emulación porque podría resultar en una fatalidad. Quizá la política debiera disponer de cautelas similares. Explicar a todos los tarugos que quieren meterse a gobernar suponiendo que es muy fácil, que en el intento pueden llegar al desastre o pueden llevar a sus pueblos a los terrenos de la catástrofe.
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