por Patricia Gutiérrez-Otero
La cultura o las culturas de México se han visto zarandeadas por la ideología liberal desde que ésta se impuso en su versión estadounidense. La imagen de un mexicano campesino, con sombrero y zarape, dormitando a la sombra de un nopal, se ha propagado por el mundo. Las masas extranjeras no informadas tienen ese referente; además de la imagen de la violencia extrema de México, que es más actual.
Fuera de su contexto, el símbolo del mexicano sombrerudo es evidente: pereza e inactividad. Dentro de su contexto geográfico, los campesinos no pueden laborar la tierra durante las horas en que el sol pega como dardos ardientes. Sin embargo, más allá de esto, la cuestión cultural se centra en aquello que da sentido a estar vivo. Dicho de otra manera, uno vive para chingarse trabajando para acumular y gastar de manera individual o en la familia nuclear, o uno trabaja para vivir y festejar en comunidad: fiestas familiares y populares, peregrinajes, bailes y todo aquello que se pueda crear…
El refrán de que “el tiempo es dinero” (atribuible a B. Franklin), la idea de que aquellos que no tienen una buena economía son loosers, de que los que no tienen coche del año son pinches retrasados u holgazanes, del selfmademan o woman, reflejan el imaginario que el capitalismo y luego el neoliberalismo económico implantaron de manera sistemática en la mente de las personas: uno debe buscar acumular y gastar dinero a través de un trabajo, propio o asalariado, que ve como un derecho —ahora casi como un lujo— aunque no le guste o le haga daño o deba pisar a otros para mantenerse en él. Además, en Europa en el siglo XVIII y XIX, este adoctrinamiento se acompañó con la presión sobre los campesinos para abandonar el trabajo de la tierra con el fin de acrecentar la mano de obra en las fábricas en beneficio de los poseedores de los bienes de producción, hecho que ahora sigue dándose en México en donde vemos a mujeres, hombres y niños campesinos mendigando en los semáforos.
En esta época, tener valores que no se guíen por la búsqueda de dinero, de éxito económico y de lucimiento social a través del consumo (brillo que los antiguos norteamericanos calvinistas no buscaban) se considera como una muestra de incapacidad, de pereza, de retraso, aunque, en el mejor de los casos, es el resultado de una decisión voluntaria (cf. decrecimiento, degrowht). Es importante aclarar que una parte del mundo rural o de subsistencia estadounidense no se adhiere por completo a esta ficción ideológica, y que sus lazos comunitarios son aún fuertes, aunque no sepan lo que pasa en su país y en el resto del mundo. No todos los americanos son iguales, aunque la mayoría sí son ignorantes o están bien aleccionados.
Por eso, que gane Trump o Clinton, la cuestión sigue siendo, para nosotros, y para muchos estadounidenses: ¿cómo queremos vivir nuestros pocos o muchos años de vida?, ¿qué nos da sentido?, ¿qué nos da gusto?, ¿qué responde a nuestro deseo más profundo?, ¿cuánta conciencia tengo del modelo winner que me inculcan a través de la escuela, los medios de comunicación, la publicidad (cada vez más presente en Internet), a través del modelo vertical de las relaciones laborales y los castigos que imponen si te sales del rango?
Tanto los gringos como nosotros podemos y debemos hacernos esta pregunta y tomar la posición más lúcida, honesta y profunda que podamos. Nuestras culturas y nuestras vidas están de por medio.
Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés y la Ley de Víctimas, que se investigue el caso de Ayotzinapa, que trabajemos por un Nuevo Constituyente, que Aristegui y su equipo recuperen su espacio, y que se dialogue a fondo con los maestros, que Graco sea destituido.


