Inadmisible
Raúl Jiménez Vázquez
El proceso de militarización del Estado mexicano es de muy larga data. Baste recordar los trágicos sucesos acaecidos el 2 de octubre de 1968, el 10 de junio de 1971 y durante la atroz guerra sucia. Sin embargo, esta patología escaló a niveles nunca antes vistos cuando se dio curso a la guerra antinarco. Por vez primera en la historia reciente, decenas de miles de soldados y marinos fueron sacados de los cuarteles y guarniciones para cumplir funciones inherentes a la seguridad pública. Todo ello ocurrió en el contexto de la incorporación de México al perímetro de seguridad de Estados Unidos, según los dictados del Plan del Comando Norte, el Acuerdo para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, y la Iniciativa Mérida.
La fuerza creciente del ejército ha sido acogida normativamente: I) hace unos meses fue rediseñada la legislación penal militar con el fin de otorgar a los fiscales y jueces del ramo inconmensurables atribuciones para interferir en la esfera de los civiles; II) están en vías de aprobación sendas reformas a la Ley de Puertos y a la Ley de Navegación y Comercio Marítimo, cuyo objetivo es entregar a la Armada el control directo de la infraestructura y las operaciones marítimo-portuarias; III) en la Cámara de Diputados está a punto de ser votada la ley que regirá el estado de excepción, es decir, la suspensión de los derechos humanos y sus garantías.
Así pues, paso a paso, se ha ido construyendo un genuino traje a la medida al que ahora se pretende coronar con un refulgente broche de oro: la emisión de la Ley de Seguridad Interior, en la que se dotaría de facultades excepcionales a los milicianos para que intervengan cuando “estén en peligro la estabilidad, la seguridad o la paz pública”.
La razón de ser de este ordenamiento es clara y precisa: a través suyo se quiere legitimar lo hecho por las fuerzas armadas a lo largo de diez años, asegurar su presencia en las calles en forma indefinida y expandir su radio de acción a otros campos ajenos al crimen organizado, tales como huelgas de trabajadores, resistencias indígenas, movilizaciones populares y protestas ciudadanas.
Lo anterior es jurídicamente inviable ya que: I) acorde con la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, las violaciones graves a los derechos humanos no son susceptibles de convalidación, prescripción, amnistía, perdón o indulto; II) el artículo 21 constitucional no admite lugar a dudas: la seguridad pública es una función que sólo compete a los civiles; III) el artículo 129 de la Carta Magna tampoco da pie a la confusión o al desvarío: en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina castrense.
Este golpe de mano es totalmente inadmisible pues pone en un gravísimo peligro los cimientos del Estado constitucional de derecho y perpetuará el conflicto armado interno que en el que está envuelto el país.