Músico Ricardo Castro (1864-1907) (Primera de tres partes)

Eusebio Ruvalcaba
  1. La gente se agolpa ante las taquillas del Teatro Renacimiento. Los precios se ajustan al alcance de todos los bolsillos. Desde una exclusiva platea en 24 pesos hasta la popular galería en 50 centavos; naturalmente, hay abono para los tres conciertos: 50 pesos en proscenio, o seis pesos en galería. ¿El acontecimiento? Escuchar al virtuoso mexicano Ricardo Castro, pianista y compositor. Un hecho curioso: la mayoría del público de platea está formado por señoritas de la alta sociedad, admiradoras del músico, que gustan de él, de su música y de un no muy velado romanticismo trágico que se desparrama por donde pasa.

Treinta años antes, en 1864, Ricardo Castro había visto la luz en Durango, capital del estado del mismo nombre. Había nacido en el seno de una familia culta y de buena posición económica, lo que favoreció que desde muy pequeño el niño supiese orientar sus lecturas, distinguiera a sus compositores favoritos, refinara sus inclinaciones. Como suele acontecer con los talentos innatos, antes que aprender a leer y escribir, Ricardo exigió que le fuera enseñado el conocimiento de la música. Él mismo urgía a sus padres, y ante la menor evasiva dejaba de jugar y su rostro adquiría un semblante umbrío. Así, acicateados por el vástago, sus padres, Vicente Castro y María de Jesús Herrera de Castro, contrataron al maestro Pedro H. Ceniceros para que diera a su hijo las primeras lecciones. Que fueron las segundas, las terceras y las cuartas, pues el niño aprendía con una celeridad pasmosa. “Parece que naciste sabiendo”, decía el maestro Ceniceros, vitoreaba al niño y lo obligaba a que descansara un rato.

Ricardo Castro, pianista y compositor

Ricardo Castro, pianista y compositor.

Y simultáneamente al avance de Ricardo en el piano, la carrera política de su padre se consolidaba. Don Vicente Castro fue elegido diputado al VIII Congreso de la Unión. La noticia fue celebrada entre los familiares con gran algarabía; pero sobre todo por Ricardo Castro, que por un lado festejaba el triunfo de su padre, y por el otro clamaba ya por un nuevo maestro. Desde la ventana de su recámara, en un segundo piso, miraba a lontananza y se hacía cruces por su futuro. La Ciudad de México… la capital del país… donde se daban cita finalmente los poetas, los pintores, porque allí había público para todas esas manifestaciones del espíritu.

Poco tiempo después, a sus 15 años, Ricardo Castro aparece inscrito en la matrícula de alumnos regulares del Conservatorio Nacional. Se planta en la entrada del famoso edificio y pregunta a un muchacho que pasa violín en mano, por la clase de piano, la que da el maestro Juan Salvatierra, y por la de armonía, la que imparte el insigne Melesio Morales. A partir de ese momento, Ricardo Castro se convertirá en un clásico dentro del Conservatorio. Y no sólo por su insólita facilidad para la ejecución de su instrumento, que se pone de manifiesto desde que se sienta al teclado, sino por su entusiasmo, discreta simpatía, mirada ligeramente extraviada, y aquella aura de melancolía. Siempre es el invitado de honor; convite que surge, reunión que se organiza, se piensa en el joven Ricardo Castro, más por su semblante enfermizo que por otra cosa.

Termina sus estudios en 1883, y en ese mismo año, a raíz del centenario de Bolívar, México envía a Venezuela un legado artístico, que entre otras cosas incluye obras de Ricardo Castro para que sean interpretadas, y que son inmediatamente bien recibidas. Figuraban los Aires Nacionales Mexicanos, un Capricho, la transcripción de la ópera Norma, y la mazurka Enriqueta. Todo para piano.

Luego de dedicarle su primera sinfonía al maestro Alfredo Bablot, director del Conservatorio, emprende una gran gira por Estados Unidos; y grande por los éxitos que obtiene. Para empezar, se presenta en Nueva Orleans, en la Exposición Internacional, como embajador mexicano de la música; y más tarde en Filadelfia, Washington y Nueva York. En esta gira la prensa norteamericana le acuña un epíteto extraño: “El niño pianista”. No es un niño —ya rebasó los 20 años—, pero su aspecto es singularmente enfermizo y misterioso, tan así que se le adjudican años menos de los que suma. La gente se queda con la impresión de haber escuchado a un pianista imberbe. Aquel halo romántico que lo rodeara, sería una suerte de talismán que en buena medida contribuiría a asentar su fama.