El creador cinematográfico, si bien ve abrirse ante él perspectivas casi ilimitadas de expresión en virtud de las cualidades esenciales del cine, debe por otra parte enfrentarse a barreras casi infranqueables originadas por los imperativos económicos, la censura política y el público mismo, en gran parte adormecido, estragado y desconcertado por la producción industrial de films.
Hemos recurrido a Luis Buñuel, uno de los renovadores universales del lenguaje cinematográfico, para que nos hable de su experiencia frente a lo que él ha llamado “el instrumento de poesía más poderoso creado por el hombre”.
Es sabido que Buñuel tiene horror a lo que él considera exhibicionismo: conferencias, declaraciones, explicaciones de su actitud ideológica, aclaraciones sobre su estética cinematográfica. Por esto agradecemos doblemente esta conversación.
Al margen de toda explicación personal del realizador, su obra entera, desde Un perro andaluz, hasta El Ángel Exterminador pasando por Él, Los Olvidados, Viridiana, Nazarín y desde luego La Edad de oro, da testimonio de una voluntad indoblegable de vencer todas las trabas que coaccionan a los verdaderos poetas del cine, así como de una rara fidelidad al espíritu de su juventud.

Manuel Michel. –Edgar Morin, sociólogo y filmólogo francés, acaba de publicar un libro sobre la llamada “cultura de masas”. Según él uno de los medios más importantes para la configuración de la sociedad moderna y un casi determinante de ella, es el cine. ¿Cómo considera usted el cine con relación a la sociedad y a este nuevo aspecto de la cultura, la “cultura de masas”?
Luis Buñuel. –Me parece un tópico afirmar o reconocer la importancia del cine en la sociedad actual. Es el medio de expresión más comprensible para todo el mundo. Puede hacerse prácticamente lo que se quiera sin temor a que no entienda. No hace aún muchos años se consideraban obligatorias las disolvencia, para indicar el paso del tiempo o los cambios de lugar. Ahora son ya superfluas. Este ejemplo, de carácter puramente mecánico, nos habla de la evolución no sólo del concepto de la forma narrativa cinematográfica, sino sobre todo de la mentalidad del público frente a la forma misma. Un campesino del lugar más apartado puede ahora seguir con más facilidad, con mayor naturalidad, cualquier narración fílmica que un profesor de la Sorbona de principios del siglo.
Un reconocimiento a su poder comunicativo es el uso del cine en la educación. Pero hasta ahora creo que se ha evitado usarlo para crear una verdadera cultura de masas, aun cuando indirectamente la haya formado, de un estilo muy particular. La cultura de masas formada por el cine es lo que en todas partes del mundo las clases dirigentes han permitido que sea. Permitir ciertas cosas e incluso estimularlas, implica frenar otras; el cine está orientado y modelado de acuerdo con intereses y miras políticas y económicas muy concretas.
M.M. –Pero también, dentro del mar de conformismo, de cine ramplón y barato ( aunque cuente millones de dólares), ha habido grandes realizadores que han abierto caminos a la expresión fílmica.
L.B. –Sí, a pesar de todo grandes realizadores han logrado abrirnos un camino, han separado al cine utilitario de diversión, de otro cine que es el que nos interesa, el cine medio de expresión, el cine de problemas. Con todo, estos grandes creadores no logran ser sino tuertos en país de ciegos; digamos pues que Fellini, Von Stroheim, Antonioni, son realizadores con un solo ojo. A través de su visión nosotros no podemos comprender sino un aspecto limitado de la realidad o de las cualidades expresivas del cine. Por muchas circunstancias (de las que hablaremos más adelante) el cine no ha dado todavía obras maestras equiparables a las de la pintura, la poesía o la literatura. Debemos tener en cuenta que en sesenta años que tiene de existencia es imposible que logre la madurez de cinco mil de literatura. Además está más sujeto a las oscilaciones temporales. Vermeer o Shakespeare pudieron reposar años o siglos ocultos y desconocidos. Su descubrimiento tardío no afecta en nada su valor permanente ni ensombrece su vigor. Las películas envejecen, por el contrario.
Esta constatación puede conducirnos a otras reflexiones. El cine existe sólo en la pantalla. Nunca se descubrirá el guión genial. En su estado literario, como pudiéramos llamarlo, aún no existe una película. Porque un guion maravilloso puede resultar una película infame y un mediocre argumento puede convertirse gracias al realizador, en una gran película. El cine está atado a limitaciones técnicas que se pueden traducir en económicas. Su fuerza misma, la presencia insidiosa de las imágenes en la pantalla, puede ser y muchas veces es su propia limitación. Un poeta, un novelista, un pintor, pueden decir lo que quieran, expresar lo que sea y enterrarlo y esconderlo después de haber dado libre curso al ejercicio de su libertad de creación. Un cineasta muchas veces está maniatado tanto por la limitación del presupuesto como por la cautela con que se deben manejar las imágenes. Si usted necesita representar el acto amoroso en una película, es seguro que no podrá hacerlo.
L’Histoire d’Oeil, o Consejos a una jovencita, de Pierre Louys, son intraducibles a la pantalla.
Las limitaciones y los experimentos, la juventud de este medio de expresión han impedido llegar a la obra maestra, a la obra expresiva por excelencia, a la obra que modifique el pensamiento de una época, a la película revelación. Cuando yo era estudiante en Madrid, un muchacho de leyes me prestó el Origen de las especies de Darwin; fue mi libro-revelación. Me transformó totalmente. Yo no veo una obra de cine que pueda tener un efecto tan profundo.

M.M. –¿Cree usted entonces que no es posible que se dé la película revelación, que modifique el pensamiento de una época?
L.B. –No creo que la misión actual del cine sea pretender la creación de obras capaces de situarse en un pie de igualdad con las grandes obras literarias. Sus dimensiones son diferentes y su libertad de expresión está muy restringida. En el mejor de los casos, como dije, se permite abrir un ojo.
Por lo demás, plantearse a priori un problema en la realización de una obra de cine, tratar de probar algo, un problema moral por ejemplo, como un teorema geométrico o una ecuación algebráica es un tanto absurdo. Con frecuencia se dice de mis películas que son violentas, destructivas y por tanto inmorales. Yo nunca trato de defender mis obras desde este punto de vista. Lo más que pretendo es aclarar mis posiciones respecto a la moral y respecto al cine. Nunca me planteo a priori un problema (caridad, virginidad, crueldad) alrededor del cual organizo los personajes porque ya de antemano sé la respuesta. Eso me parece hacer trampa. Lo moral para la moral burguesa, para mí es inmoral.
Es obvio que al hacer una película, cualquiera que sea, generalmente he planteado un problema. Pero mis intenciones nunca son de resolver determinadas cuestiones ni de partir de una base dada, sino que al encontrar una historia que me gustaría contar, al ir contándola, al ir estableciendo los personajes vivos, sus relaciones reales (naturalistas) o simbólicas, estos no van respondiendo a un patrón preconcebido sino que van tomando su lugar según conviene.
Esta misma fuerza (si acaso la tienen) va llevándolos a un determinado tipo de relaciones sociales y morales.
No me interesa plantear problemas individuales de tipo moral, por lo menos no en el sentido en que se entiende vulgarmente. Me interesan tan solo en la medida en que estos problemas del individuo pueden trascender a una problemática de carácter general sobre nuestra sociedad. Mis orígenes (familia católica, burguesía española, educación con los jesuitas), el hecho de vivir en esta mitad del mundo, me conducen casi fatalmente a interesarme por las cuestiones de la sociedad burguesa. Mi niñez y mi juventud transcurrieron bajo sus normas y principios mutiladores. Estos me condujeron al mundo de inhibiciones que es su herencia natural. Descubrir a Darwin fue un principio de liberación intelectual. Mis relaciones con los surrealistas y mi absoluta coincidencia con su visión del mundo, significaron para mí sobre todo una situación de lucha por la libertad, para cuyo logro hay que destruir los pilares que fundamentan la represión en la sociedad burguesa. Desde luego, ahora la situación ha cambiado y resulta anticuado pronunciarse, como entonces, contra “la familia, la patria y el trabajo”. Ahora sabemos que no es necesaria la destrucción de la familia para crear una sociedad nueva. Pero mi actitud no ha variado respecto a que hay que destruirlos en cuanto se han erigido como categorías supremas, principios inatacables…

M.M. –Que en el fondo y a final de cuentas no son sino el palio de la hipocresía con la máscara de la bondad cómoda y de una autoridad primitiva…
L.B. –Lo que para esta sociedad nuestra o cualquiera semejante es válido como “principios eternos”, para mí tiene sólo el valor de las relaciones humanas, modificables y relativas. Ese valor puede tener la amistad o el amor; atacar esos “principios eternos”, esos míticos “pilares de la sociedad” es algo normal en mí, porque para mí significan el instrumento de la represión y la subyugación.
M.M. –Esa actitud frente a los principios de nuestra sociedad, ¿cree usted que la puede manifestar siempre? ¿No se siente usted frustrado al terminar una obra?
L.B. –Yo hago siempre mis películas dentro de las limitaciones impuestas por mi propia conciencia y por las posibilidades de producción, y en la medida de mis fuerzas abordo las cuestiones que me interesan, que son de carácter moral; evidentemente, una posición moral presupone y lleva consigo implicaciones sociales y políticas. Al terminar una obra, deja de interesarme. Y si pudiera vivir tranquilo sin preocupaciones económicas, creo que no haría más cine.
M.M. –¿Cómo se descubrió usted vocación de cineasta?
L.B. –Cuando estudiantes, íbamos al cine a ver películas cómicas, que eran las que tomábamos en serio. Las otras, íbamos a verlas con las novias, pero sólo era un pretexto para estar en la oscuridad con las chicas. Cuando llegué a París a trabajar en la Sociedad de las Naciones, me di cuenta que la burocracia no era mi camino. Ya sabe usted cómo descubrí con “Las Tres Luces”, de Fritz Lang, un medio de expresión poética en el cine. Antes no lo había visto así. Quizás me hubiera gustado más ser novelista, pero no me parece tener cualidades para esto. También me estimulaba, dado mi carácter dominante, el poder dirigir a un equipo técnico y actores y tenerlos bajo mis órdenes.
M.M. –A mí me parece que en ese momento, la época entre dos guerras, con su crisis de valores y la transformación radical de la sociedad europea fue el gran momento. Irrepetible ahora, una ocasión maravillosa para transformar todos los medios de expresión y sobre todo el cine que nacía. Y yo nunca he podido dejar de ligar a ese momento lo que para mí es su obra fundamental, “La Edad de Oro”.
L.B. –Esta ha sido la única película de toda mi carrera que se concibió y creó dentro de un espíritu de euforia, de entusiasmo, de vértigo demoledor, de espíritu deliberado de escandalizar y atacar a los representantes del “orden” y ridiculizar sus “principios eternos”. Desde entonces nunca he podido encontrar el mismo ardor, la misma ocasión de expresarme con tal libertad. La época lo reclamaba y no me sentía yo solo: todo el grupo surrealista estaba conmigo. Hace cinco años me decía André Breton: “ya no es posible escandalizar a nadie”. Es verdad. En Londres se hizo un Festival de mis películas en el que “La Edad de Oro” pasó doces veces (un cartero fue a las doce funciones). No hubo una sola protesta, ni una sola manifestación de descontento. Les parecía muy cómica.

M.M. –Es que usted es menos peligroso cuando se le asimila, como vacuna contra la subversión de los “valores morales”…
L.B. –En cambio, ya ha oído hablar del estreno de la Edad de Oro en el Studio 28; agresiones fascistas, ataques diarios en los periódicos (sobre todo en Le Figaro), ni se imagina usted lo que fue el escándalo. Todavía durante la Guerra Civil Española, cuando estaba yo refugiado en París, grupos de camelots du roi (fascistas) me buscaban para agredirme. Nadie sabía mi domicilio, ni siquiera en la Embajada Española; vivía yo en la clandestinidad y nunca salía a la calle sin mi revólver.
M.M. –Ese escándalo se repitió con VIRIDIANA…
L.B. –Un poco, pero a decir verdad, la película no produjo escándalo cuando se exhibió en Cannes. Lo que causó todo el movimiento fueron las declaraciones del Osservatore Romano que decían que Viridiana y Madre Juana de los Ángeles no eran sino una “serie de representaciones impías”. Más tarde, un verdadero equipo de buscadores oficiales de blasfemias clasificó todas las que habían en Viridiana. Yo mismo me asombré porque nunca pude imaginar tantas. En realidad, desde La Edad de Oro no tengo el propósito consciente de escandalizar. Las imágenes impías que se me achacaron son muy curiosas. La joven novicia Viridiana, con sus instrumentos de tortura guardados en una especie de maletita de mecánico, está descrita en las enciclopedias. Si no se me ocurren imágenes piadosas no es mi culpa, pero si se me vinieran a la mente las incluiría en caso de que me gustaran.
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M.M. –¿Improvisa usted mucho durante la filmación?
L.B. –Mucho. Según los medios de que se dispone en ese momento. Filmo muy rápido, y esto me obliga muchas veces a fundir varias escenas en un plano, a eliminar algunas. Nunca hago tomas “de protección”. Pero también estoy constantemente automutilándome. “Demasiado gracioso”. Fuera. “Demasiado tierno”. Fuera. Es cierto que no busco complacer al público, pero tampoco caigo en la autocomplacencia ni el autoconsentimiento. Tengo un gran sentido de la crítica y horror de los lugares comunes.
M.M. –Su formación y experiencias surrealitas me imagino que lo llevan naturalmente a la metáfora y al símbolo, lo cual sume a algunos exégetas en terribles conflictos de interpretación. Creo, sin embargo, que Los Olvidados es una película muy poco simbólica y que en medio de todo, sus metáforas pueden fácilmente insertarse en un medio de realidad, como lo prueban Él y Viridiana, por ejemplo.
L.B. –A veces, tengo boutades; en El Ángel Exterminador, cuando Nobile va a sacrificar el cordero, el último, se quita la venda de la cabeza y se la pone en los ojos al animal. No hay nada simbólico, aun cuando algunos vayan a interpretarlo como el sacrificio de la víctima expiatoria o lo que sea.
M.M. –Creo que muchas veces, tratar los símbolos en forma realista, y fabricar símbolos con la realidad puede ser un medio eficaz de desmistificación de ambos.
L.B. –Filmar la vida de Cristo, siguiendo fielmente los Evangelios, sin cambiar una coma, sin hacer concesiones ni en pro ni en contra, produciría una película de una violencia terrible. Asimismo la vida de cualquier santo y principalmente la de Santa Teresita de Lis sieux, que me gustaría filmar algún día según el libro de Pierre Mabille. No hay necesidad de inventar: todo está allí, depende de cómo interpretemos los actos de los hombres.
M.M. –El cine moderno usa mucho los llamados “tiempos muertos”, es decir momentos en que la acción se reduce al mínimo, casi a meros actos descriptivos. ¿Le parece un camino interesante para el cine?
L.B. –Sí, es interesante, sólo que, como director, me parece muy difícil de realizar. Primero, necesita dinero para la producción y mucho tiempo. Segundo, ¿en qué se va a fijar la cámara? ¿Rostros?, tienen que decir algo, expresar algo, como Jeanne Moreau en La Noche, encontrar un marco adecuado, escenas de fondo o sitios significativos. Los objetos tienen que significar algo. Además, ese largo paseo de Jeanne Moreau en La Noche supone días de locación. Creo que no va con mi temperamento. En Europa filman una película durante meses. Yo no puedo hacer eso. Una vez que comienzo quiero terminar rápido.
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M.M. –Ya que hacemos referencia al cine actual, ¿qué realizadores considera más interesantes?
L.B. –Soy mal espectador. Voy poco al cine, pero me interesa mucho lo que he visto de Antonioni, La Noche. Me gusta mucho más, sin embargo, Fellini. Creo que soy “fellinista” desde que vi “La Strada” Alain Resnais me parece también un gran realizador, aun cuando al ver por primera vez Marienbad me quedé desconcertado, quizás por el impacto. Conforme fui pensando, y las impresiones primeras se fueron asentando y se reajustaron, mi indignación desapareció y llegué a la conclusión de que es una obra maravillosa y audaz, pero sin salida.
M.M. –¿Le parece a usted que Antonioni se plantee problemas sociales en LA NOCHE?
L.B. –No me parece. Me da la impresión de que sí ataca a determinadas esferas de la burguesía ese mundo le gusta y le complacen sus personajes.
M.M. –¿Y el cine soviético?
L.B. –No me interesa lo que hacen actualmente. Está lleno de lugares comunes. Mucho más importante me parece el cine polaco. Las seis u ocho películas que he visto me parecen estupendas. Madre Juana de los Ángeles es maravillosa, sobre todo en las escenas del interior del convento. Lo demás es teatro…
M.M. –…Y un poco demasiado Ingmar Bergman. Una última pregunta, Buñuel, sobre la libertad de creación en el cine. ¿Cree usted disfrutar de libertad y a qué lo atribuye?
L.B. –Creo que ya está contestado a lo largo de esta plática. Pero le voy a contar una anécdota: En Madrid, Nicho las Ray me invitó a comer un día, para conocerme. En el curso de la conversación, me dijo que me envidiaba porque yo realizaba las películas según me parecía bien. Le respondí: “¿Usted estaría dispuesto a hacer una película de cien mil dólares?”. Asombrado me contestó que no. Prefiere sacrificar su libertad a su prestigio. Hace una película barata y no le vuelven a dar otra de cinco millones de dólares. A mí me parece que jamás me he traicionado y que siempre he realizado mis películas de acuerdo con mi conciencia.


