Juan Antonio Rosado / @filopalabra

En ninguna época los humanos hemos estado contentos con el presente. La imaginación es deseo y siempre imaginamos un pasado que fue “mejor” o un futuro que sin duda lo será. A partir de la pérdida de una supuesta Edad de oro, de un supuesto paraíso, el tiempo corre y nos aleja cada vez más de esos comienzos, de aquella perfección. El verbo “existir” (de exsistere) es “estar puesto fuera del origen, de la esencia”. La idea religiosa de la “perfección del inicio”, que hallamos en las mitologías prehispánicas, en la religión griega, en el hinduismo y en las mitologías judeocristianas, entre otras muchas, tiene su equivalencia en cada individuo. El psicoanálisis, por ejemplo, advierte que el niño vive un tiempo mítico, paradisíaco. Afirma Mircea Eliade que “de todas las ciencias de la vida, sólo el psicoanálisis llega a la idea de que los ‘comienzos’ de todo ser humano son beatíficos y constituyen una especie de Paraíso, mientras las otras ciencias de la vida insisten sobre todo en la precariedad e imperfección de los comienzos”. De hecho, las palabras “placer” y “placentero” se ligan etimológicamente a “placenta”, el primer hogar del ser humano.

Estas observaciones nos ponen en contacto no sólo con las religiones, sino con los pensadores románticos, quienes, según Albert Béguin, “tratarán de explicar el proceso mismo de la evolución cósmica como el camino de retorno a la unidad perdida, y, para llegar a ella, recurrirán a mitos inspirados todos en la idea de la caída”, y con la teoría freudiana, una de cuyas claves es la lucha del “principio de realidad” contra el “principio de placer”. El niño, al ignorar los problemas de la vida, sólo conoce el segundo: vive en una especie de absoluto, y cuando adquiere conciencia del mundo, el absoluto se hace trizas y el niño se siente defraudado: descubre el “principio de realidad”, pero lo “salva” la religión. Sin embargo, lo real a veces termina imponiéndose a quienes pretendieron vivir en el mundo de las representaciones, como los hombres religiosos y su pensamiento mágico, al que defienden incluso mediante la argumentación y los “razonamientos”. Para el religioso, se trata del único modo de recuperar el tiempo mítico y disolver la angustia que significaría una realidad cruda, tal cual, sin intervención de la imaginación deseante. El religioso, en su soberbia, intenta conquistar la inmortalidad. Muy distinta es la postura de Goethe, quien sostiene: “Que hablen de la inmortalidad los ociosos mundanos y las señoras bonitas. El hombre superior, consciente de que está en el mundo para hacer algo serio, que trabaje, que obre, que luche, que procure ser útil, y que deje para su ocasión la vida futura”. Juan García Ponce dijo en una ocasión que las religiones son para los países subdesarrollados. Habría que preguntarse si una parte de por lo menos el subdesarrollo mental que prevalece proviene del parasitismo, del estar pepenando en la idea de “inmortalidad” y de “paraíso”, siempre con la presión del miedo y con las ideas de premio y castigo.

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