Entrevista con Neftalí Coria
Ricardo Venegas
Entre su obra literaria se cuentan los géneros de poesía, novela y dramaturgia; además de dirigir obras de teatro. Neftalí Coria (Huaniqueo, Michoacán, México, 1959), testigo de su alrededor, de la gente, de lo que da la vida, se encarga de desarrollar su quehacer creativo de lo que él presencia, ya sea real o imaginario, pues, como nos ha dicho, “los hechos suceden en mí, como si yo fuera su tiempo, su espacio donde los días en los que escribo la novela, son una representación de la historia que estoy contando y llego a confundir lo que vino de la realidad con lo que invento”. Hoy, sobre poesía, charlamos con el autor, entre muchos otros libros, de LunaMía (El ala del tigre / UNAM).
—Has dicho que la poesía nos permite regresar al instante primigenio, al original, ¿con qué recuerdos escribes tu poesía?
—El instante primigenio es la semilla de toda imagen. Ese instante es el encuentro de entre dos palabras que no se conocían, o si ya eran familiares, prenden un nuevo fuego entre sí e iluminan la página de la percepción del poeta. Siempre que se escribe la poesía vienen recuerdos, porque siempre escribes lo que conoces, y hay recuerdos asociados a cada experiencia por nueva que sea. Los recuerdos no se pueden organizar como se organiza un rebaño de ovejas que uno guía, los recuerdos son una tropa de bestias inesperadas que encuentras en un bosque por el que debes ir. Y te enfrentan para mezclarse con lo que uno tiene como patrimonio del pensamiento presente. Tal vez por eso creo que ese acto de regresar al pasado, a las experiencias primeras, sea una condición reglamentaria sin la que no podrás pesar el verdadero volumen de aquello que quieres decir en el poema.
—Eres autor del Fondo Editorial Tierra Adentro, el cual convocó a una cantidad considerable de escritores de México de distintas generaciones. ¿Cómo percibes hoy al Cuaderno para detener un río de 1990?
—Es un libro que se armó con los poemas que me parecían que estaban sanos y podían convivir en un volumen. Poemas que surgieron de aquellos ímpetus que yo tenía entonces por la vida y la poesía. Quizá fue un libro que me hizo comprender la poesía con la profundidad que necesita comprenderse. Me dio una certeza más de tantas que llegarían con los años y los golpes del tiempo. Este libro me hizo ser muy responsable con la escritura del poema. Lo he leído en el año 2015, en que se cumplió 25 años de aquella primera edición y me sigue gustando. Los libros que perduran nadie puede señalarlos o ponerles una marca en el lomo para decir “he aquí este libro que lleva la marca de la inmortalidad”. Los libros, por encima de las voluntades del poder, el tiempo y hasta sus autores, se leerán o no, o simplemente quedarán en el olvido, o viajarán en el tiempo, como lo han hecho muchos libros que hoy seguimos leyendo. Hace 25 años que se publicó mi Cuaderno para detener un río, y a mí me sigue apeteciendo leerlo en voz alta con mis amigos y eso me basta mientras yo viva.
¿Y qué le va a importar eso a los pobres? pic.twitter.com/ZS34MfF9r8
— Neftalí Coria (@neftalicoria) January 21, 2017
—Has dicho que “La poesía es un valor fundamental para que la vida tenga un sentido más”. ¿Qué hemos perdido y qué nos devuelve la poesía en estos tiempos?
—A mí la poesía me ha dado el mayor y más alto sentido a la vida y no cambiaría mi vida que he vivido a su lado, pero no he sido su esclavo, su puta, como decía Paz, he sido su mancebo y ella ha estado en los momentos en los que más necesito explicarme el mundo, allí, a mi lado, como una presencia laica e imprescindible. Sin leer y escribir poesía, mi vida no hubiera tenido el significado que para mí ha tenido hasta hoy, y no es que tenga un sentido más, sino que con la poesía y con el hecho de habernos descubierto, yo, su poeta; ella, mi mayor razón para alegrarme en la vida, tal vez no hubiera sido tan feliz, como a su lado lo he sido.
Detesto aquellos que dicen que la poesía es un consuelo, como si fuera un pañuelo de lágrimas. La poesía nos devuelve la honra, la poesía nos devuelve la dignidad y la verdad que por estos tiempos, por ninguna esquina del mundo podemos encontrarla sin heridas mortales. La poesía es la única casa habitable en donde la dignidad humana puede respirar un aire limpio, pero hablo de la poesía verdadera, ¿Y cuál es esa?, pues la poesía, la única, esa que algunos podemos olfatear y llevarla en nuestro equipaje para siempre.
—¿Cómo describirías a tu generación?
Los de mi generación vivimos los resabios de las ideas del compromiso social y esa pinche manía juvenil de querer salvar y cambiar el mundo, aunque por fortuna, a tiempo supimos que ya no había nada por qué pelear y que nos habían dejado solos nuestros ídolos y nuestros mayores ejemplos que poco a poco se les estaban cayendo sus glorias y aquellos adeptos que los admirábamos. Fuimos una generación en orfandad de creencias. Y creo que los que persistimos en la escritura conformamos una gran diversidad de formas de ser escritores, poetas, dramaturgos. Creo que ya hay grandes obras de los nacidos en los cincuenta mexicanos, aunque también de manera más mesurada, vivimos la tentación del éxito y la fama, esos monstruos que devoran la autenticidad a cambio de las monedas de fuego. Porque hoy veo a los jóvenes escritores, totalmente convencidos de que importa más vender libros que escribirlos, y en eso sí, mi generación —con sus exitosas y famosas excepciones—, salió ilesa.
—¿Qué escribes actualmente?
—Escribo novela, muy poco teatro y la poesía que en ningún momento de mi vida he dejado de escribir. Las últimas tres novelas son sobre la escritura, una especie de trilogía donde los personajes centrales escriben. Y escribo una obra de teatro donde todos hablan y ninguno dice nada. Sigo el ejemplo de mi amado Samuel Beckett. Y la poesía va por mis cuadernos a paso seguro y permanente.
—“Nadie más sino esos pájaros dejaron/ la hermosa cicatriz que hay en mi cuerpo,/ junto al río era el infierno aquellos días,/ aciagos eslabones que ponen atadura/ a todo lo que erige la memoria”. ¿La poesía sigue siendo memoria del instante?
—Indudablemente, la memoria —cuando se empeña— trae aquel instante visto, oído, vivido en el que estalla una palabra que se había raspado contra el espíritu, pero la voz llegó años después. Y esa es una de las maravillas de la vida. Por ejemplo, nunca sabré el porqué, mientras estuve en Nueva York, recordé una piedra que tuve en mis manos, allá junto al río de San Juan de mi niñez y en un café de esa ciudad enorme, escribí un poema que habla de esa piedra en mi mano y que lancé contra el cielo aquel de pájaros imposibles. O quizás nunca voy a saber por qué vuelven aquellos instantes de gloria íntima, a los sitios donde la página necesitaba que le diera a beber la desdicha presente. Eso me ha enseñado la poesía; que en el corazón habita una serpiente y una paloma como una sola bestia que a capricho eligen las palabras que debo llevarle a la página.



