Cuando hay tanto por resolver

Humberto Musacchio

Con bombo y platillo, como si hubiera algo que festejar, se promulgó la Constitución de la Ciudad de México, precisamente cuando la zona metropolitana del valle de México está al borde del colapso y para muchos ya se halla totalmente colapsada.

En México, ya se sabe, hay muchas leyes y cada sexenio se producen más, muchas más, pese a que en numerosos casos resultan inaplicables y se quedan en el reino de las buenas intenciones, cuando no en la triste realidad de la violación sistemática, muchas veces por parte de los ciudadanos, pero sobre todo por el lado de los gobernantes, para quienes la ley, lejos de ser un marco para su actuación, es considerada como una inaceptable camisa de fuerza.

Pero en esas andamos y la Constitución Política de la Ciudad de México es otro de esos ejercicios estériles y hasta ridículos por darnos más leyes inoperantes, en este caso con el agravante de haber nacido de un congreso ilegítimo, con 40 por ciento de los constituyentes designados por el vergonzoso método del dedazo, pues el PRI y sus adherencias, desplazados del gobierno capitalino desde hace 20 años, vieron en el proceso una forma de desquite contra la población que los mandó al diablo.

El resultado del proceso es un “gran paso” para no llegar a parte alguna, lo que corresponde a la composición cojitranca del “congreso constituyente”. Para abrir boca, en el artículo primero se establece que “la ciudad es libre y autónoma en todo lo concerniente a su régimen interior y a su organización política y administrativa”, lo que es mentira, porque si los capitalinos se propusieran hacer de la metrópoli un principado o darse como gobierno un sóviet, no lo podrían hacer, porque el mismo artículo dice que “la ciudad adopta para su gobierno la forma republicana, democrática, representativa, laica y popular”, lo mismo que alegre, colorida y pocamá.

El Constituyente de 1857 determinó que si salían de la ciudad de México “los supremos poderes” se constituiría el estado del Valle de México, lo que en efecto ocurrió cuando en 1916 el Congreso Constituyente se trasladó a Querétaro y el propio Venustiano Carranza instaló en esa ciudad su despacho, ante lo cual Álvaro Obregón, gobernador militar de la capital, decretó la erección del estado del Valle de México. Al promulgarse la Constitución de 1917, nuevamente quedó el Distrito Federal como sede de los poderes, pero se estableció en el artículo 44 constitucional que “en el caso de que los poderes federales se trasladen a otro lugar, se erigirá el Estado del Valle de México”.

Con ese antecedente, hubiera sido más provechoso para los habitantes de la urbe y para la república, vistos los irresolubles problemas que afronta la zona metropolitana, promover la salida de los poderes federales hacia algún lugar costero, en lugar de gastarse seiscientos o setecientos millones de pesos en la intrascendente conversión del Distrito Federal en la entidad federativa Ciudad de México.

Lo anterior revela los alcances de la demagogia, pues la malhadada Constitución no representa ningún beneficio adicional para la población capitalina, que ya había ganado derechos ciertamente de avanzada y políticas sociales sin necesidad de constitución alguna.

Pero el gobierno capitalino ha actuado como niño con juguete nuevo, primero con su constituyente, el juego con la nueva sigla y, como cereza del pastel demagógico, la Constitución de la Ciudad de México, un traste oneroso, demagógico e intrascendente. Como si no hubiera tantos problemas por resolver.

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