Juan Antonio Rosado
¿Quién no ha leído la clásica novela de Bram Stoker? La mayoría de sus lecturas permanecen en el lado de la superstición y de la religiosidad, pero hay allí juicios interesantes sobre las conductas compulsivas que podrían aplicarse, por ejemplo, a nuestra vida política y económica, o incluso a cualquier sistema consagrado o considerado casi infalible. En Drácula se asocia el egoísmo con la mediocridad. El vampiro “hace trabajos egoístas y, por consiguiente, mediocres”, se dice. En este mundo neoliberal en que sobresalen las individualidades autónomas y se pierde cada vez más la sensibilidad social de funcionarios y políticos (sustituida por cinismo y buenas ocurrencias); en este mundo donde cada vez hay menos cohesión social y sólo se premia lo que más se vende, es claro que sobresale la mediocridad, incluso en materia de “arte”. Uno de los personajes de la mencionada novela de Stoker sostiene que el criminal no tiene cerebro completo de hombre: “Es inteligente, hábil, y está lleno de recursos, pero no tiene un cerebro de adulto. Cuando mucho, tiene un cerebro infantil”. También insiste en la conducta repetitiva de Drácula: “Continuará haciendo lo mismo repetidamente”.
Es conocido que el cerebro no desarrollado siente seguridad en la rutina y en lo esquemático. Los adultos, aunque muchos sigan siendo esquemáticos, suelen sustituir las rutinas por ritos, ya sea cotidianos o de índole religiosa. Como sea, nuestro cerebro nunca ha estado completo porque el humano es un ente incompleto, que no ha logrado definirse del todo. Su miedo, emanado de la conciencia de lo real, lo lleva a crear ritos, mitos, milagros, supersticiones, proyectos con el fin de sentirse seguro. Todo esto es comprensible. Lo triste es cuando el proyecto consiste en el robo con cuello blanco y en la corrupción de “servidores” públicos y funcionarios de todo tipo, cuya mente es egoísta porque se consideran individuos autónomos y no sociales; su intelecto es pequeño y sus acciones se basan en su propio yo. Cuando dichas conductas se sistematizan al volverse repetitivas, e incluso se heredan a las nuevas generaciones de políticos y funcionarios, surge la corrupción y el robo del erario público como sistema, y a pesar de que muchos funcionarios sean personas íntegras, con sincera voluntad de servir a la sociedad, el mismo sistema viciado de ilegalidad los va “jalando”, pues es casi la única forma de estos funcionarios para ascender en la escala del poder. El “arte” de robar, de succionar la sangre ajena, el vampirismo con buena ropa y alto estatus deja de ser “arte” (siempre entre comillas) cuando se vuelve hábito o imitación de las generaciones anteriores. Ahora, además de hábito, contiene una serie de aditamentos que hacen palidecer a Orwell y a su 1984. Incluso cada vez menos se presta atención a los discursos. De hecho, muchos de éstos podrían reducirse a retórica: no hay como un buen discurso político (de la tendencia que sea) para repasar las figuras retóricas más elementales, es decir, las ubicadas en el nivel semántico (repetición e interrogación retóricas, símil, metáfora…). A eso han quedado reducidos muchos discursos políticos, ya que las acciones, la realidad, los resultados sociales los contradicen.



