La irrupción de Donald Trump en la vida política norteamericana ha dado mucho de qué hablar a politólogos y periodistas. En el futuro seguirá siendo motivo de discusión entre historiadores. ¿Por qué después de aquellas elecciones de 2008 que amalgamaron el voto de los sectores medios, la clase trabajadora blanca y las comunidades afroamericanas en situación de pobreza, en 2016 el resultado fue diametralmente distinto? El estudio de las preferencias electorales y su decantación en las urnas es uno de los fenómenos más volátiles de explicar: depende tanto del contexto material de una sociedad como de su estado de ánimo, incluso de situaciones impredecibles y factores emergentes que nadie imaginó y al final cambiaron el rumbo de las cosas.

Barack Obama, al encarrilar la economía norteamericana, arregló un poco el desastre doméstico que heredó de su antecesor, lo cual se refleja en los diez millones de nuevos empleos, la reactivación de la industria automotriz y la mejora del salario. Sin embargo, durante los últimos ocho años no pudieron revertirse demasiado las desigualdades socioeconómicas que cerraron el siglo xx y que se agudizaron en la primera década del xxi. Encabezado por el senador Bernie Sanders, el sector más a la izquierda dentro del Partido Demócrata ha criticado la influencia de los lobbies y las grandes corporaciones en las instituciones políticas. Esa fue la principal bandera de su campaña en las internas demócratas por la candidatura presidencial.

El empoderamiento plutocrático, que desde hace cuatro décadas ha convertido a la democracia norteamericana en algo más simbólico que real, fue socialmente criticado durante las protestas de Ocupa Wall Street en 2011 y 2012. El componente mayoritario de dicho movimiento eran jóvenes urbanos de una clase media arruinada cuyos reclamos generacionales no exigían, necesariamente, un cambio radical sino una regulación del poder financiero –y sus insultantes márgenes de ganancias–, mayores oportunidades y canales de representación política más allá de los partidos tradicionales.

¿Acaso esta inquietud social no sirvió para poner en el centro de los debates el tema de la desigualdad en las últimas campañas presidenciales? Desde luego. No obstante, cada partido –y cada corriente dentro de éstos–  apostó por una salida distinta para afrontar dicho problema que parece haber esfumado el sueño americano. Sanders, más cercano al New Deal rooseveltinano, recogió las demandas de los ocupas y prometió más impuestos para Wall Street; Hillary Clinton, en cambio, anunció la continuidad de las políticas económicas obamistas, ayudas fiscales para la clase media y la adhesión al Acuerdo Transpacífico –previa revisión del mismo–. A pesar de sus lamentos por el empobrecimiento de la sociedad, la señora Clinton no pudo deslindarse de las relaciones personales y políticas que la vinculan con el poder financiero. La figura de la ex-primera dama representa bien al establishment político que despacha en Washington, aquel que provoca aversión entre los electores independientes –sean conservadores o no–.

[gdlr_video url=”https://youtu.be/7386zjuzAP8″]

 

Los republicanos, por su parte, propusieron las mismas recetas de siempre: menos Estado, menos impuestos, menos regulaciones. Excepto Trump, que sorprendió a propios y extraños por su programa anti libre comercio, los sectores tradicionales del Grand Old Party minimizaron los saldos sociales producidos por la crisis de 2008. Para el Tea Party y los neoconservadores, el modelo de economía-casino no era el problema. La recuperación del empleo debía pasar, obligatoriamente, por la misma senda reaganiana que los había llevado al abismo. A diferencia de sus camaradas de partido, el magante de tupé dorado afirmó que la falta de trabajo se debía a la inmigración ilegal, la mudanza de empresas norteamericanas a México por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el déficit comercial con China.

Sin abandonar la idea de un Estado que no intervenga en la esfera productiva, el trumpismo es una reacción conservadora contra la globalización. Desde su óptica, la solución descansa en cerrar las fronteras al comercio global y levantar un muro que frene la inmigración; el chantaje arancelario para aquellas empresas que decidan no repatriarse a suelo americano es parte de la estrategia. El afluente principal de simpatizantes trumpistas proviene de aquellos sectores cuyo nivel formativo no les permite sobrevivir laboralmente en un mundo donde la innovación tecnológica y el conocimiento aplicado hacen más competitiva a una economía. Los obreros blancos desplazados por la feroz competencia global, pero también por la automatización de los procesos industriales, votaron masivamente por Trump. Sus aspiraciones de clase fueron atendidas por este individuo.

Un tema nodal que fue capitalizado para atrapar el voto de quienes vieron frustradas sus expectativas bajo el gobierno de Obama es el de la migración ilegal. Como resultado de la narrativa xenófoba que culpa a la mano de obra foránea por la pérdida de trabajos para los ciudadanos americanos, el mensaje segregador de Trump –con especial énfasis hacia la comunidad mexicana– despertó expresiones abiertas de racismo. Sacó de las sombras discursos de odio, conductas violentas y actores impresentables, como el Ku Klux Klan. Que en algunos mítines trumpistas se haya coreado con euforia build a wall, kill them all (“construye un muro, mátalos a todos”) habla de un profundo resentimiento contra los inmigrantes. Son los eructos de una sociedad que no logra exorcizar los fantasmas de su pasado. Estados Unidos está muy lejos de la fantasía post-racial que algunos analistas, con total ingenuidad, vislumbraban a comienzos de la era Obama.

Trump apeló a soluciones facilistas y absurdas que eluden la complejidad de los problemas con chivos expiatorios y medidas proteccionistas que probablemente no funcionen. Para haber sido candidato del Partido Republicano, resultaba extraño que abordase la cuestión social y propusiera soluciones que lo convierten en un populista reaccionario. Su actuación como jefe de Estado parece no diferir de la que tuvo como candidato, pero tampoco será muy distinta de la orientación empresarial de las administraciones republicanas. Haciendo de lado los acuerdos comerciales que prometió echar atrás, asunto que cumplió parcialmente el pasado 23 de enero, Trump no modificará el papel del gobierno como palestra de la banca y el complejo militar-industrial. Eso explica la reciente derogación de la ley Dodd-Frank para regular las actividades financieras que detonaron la crisis de 2008, así como la muerte anunciada del Obamacare y los regímenes fiscales de privilegio para los millonarios de siempre. Asimismo, el historial del nuevo gabinete presidencial asoma la simbiosis entre las elites económicas y las políticas. Como ha dicho Carlos Heredia, si en campaña fue un populista en el gobierno será un oligarca.

La postura crítica de Sanders no es una soflama demagógica que aliente la lucha de clases, como afirman las mentes más retrógradas en Estados Unidos. Se trata de un diagnóstico que describe la naturaleza plutocrática de la política norteamericana en las últimas décadas. El gabinete de Trump lo confirma por enésima vez. Si el titular del Departamento de Estado es un alto ejecutivo de la ExxonMobil o su principal consejero es un ex banquero, por citar dos ejemplos, ¿por qué no creer que actuarán en concordancia con su trayectoria y, por ende, en defensa de los fortísimos intereses que representan?

[gdlr_video url=”https://youtu.be/UhlviTwG118″]