Juan Antonio Rosado
La palabra “cambio” siempre está de moda, sobre todo cuando llegan épocas de elecciones y los políticos recurren a este vocablo con fines persuasivos, sin proporcionar evidencias. Puede abordarse el tema del cambio desde dos grandes puntos de vista: el individual y el social, aunque uno no se entienda cabalmente sin el otro. Quizá lo más adecuado sea empezar con las limitaciones para realizar cambios. En el ámbito individual, resulta claro que la herencia es una de ellas, pero también el origen y la estructura síquica de la persona, así como su contexto histórico, social y cultural (creencias, mitos, religión, premisas, valores…); por último, la repetición de esquemas, patrones, pautas, hábitos familiares. Se ha comprobado que, si bien no siempre ocurre así, un individuo repite patrones y esquemas que percibió en la infancia, y esto le impide cambiar. Frases y refranes como “árbol que crece torcido jamás su rama endereza”, “las cosas son como son” y otras, implican graves impedimentos para el desarrollo. También describir la identidad de forma esencialista simplifica la explicación de las conductas al tipificar a los individuos. Las posturas esencialistas bloquean el desarrollo de individuos, comunidades y sociedades.
Hasta aquí, de forma escueta, algo de lo que puede descubrirse en el individuo, pero la sociedad es un tapiz de individualidades agrupadas en familias y comunidades. Si una comunidad se rige por valores en común, la sociedad lo hace con códigos y leyes, es decir, mediante el poder que impone normas y maneras de comportarse, de modo que intenta inventarnos o reinventarnos a base de premios y castigos. Y aquí vale la pena responder a la pregunta clave de esta reflexión. El gobierno y muchos sicólogos nos venden la hermosa idea de que los cambios empiezan desde abajo, con el individuo: si deseamos que no haya corrupción, por ejemplo, debemos empezar nosotros, los simples ciudadanos. La raíz del mal, según esta romántica postura, se halla en el pobre individuo que, para librarse de una autoridad corrupta, la soborna para salir del aprieto. Sin embargo, ¿de verdad la raíz del problema se halla en el ciudadano o más bien en los esquemas que reproduce el poder desde arriba? ¿Los verdaderos cambios empiezan abajo o arriba? Como ya dije, se nos vende la bella idea de que los cambios empiezan abajo, pero si quinientos ciudadanos cambian, ¿los millones que no lo han hecho lo harán por esos quinientos? Contra esta postura, sostengo que los cambios empiezan arriba, en las cúpulas del poder, de donde surgen leyes y códigos, donde se establecen esquemas que luego se reproducen abajo. Si un alto funcionario es corrupto y roba, ¿por qué no lo haría el mecánico, el plomero, el electricista o el abogado familiar? ¿O acaso el plomero debe darle el ejemplo al alto funcionario? En una ocasión, José Vasconcelos dijo que Álvaro Obregón, un ambicioso del poder, no era, sin embargo, un ladrón como lo fueron y lo serían luego otros políticos, y eso bastaba y sobraba para que el resto de su gabinete y los gobernadores en general tampoco lo fueran. En una familia, los padres les dan el ejemplo a los hijos; en un país, los gobernantes y altos funcionarios deben dar el ejemplo a la sociedad. Los cambios sociales verdaderos empiezan, por tanto, desde arriba, en la punta de la pirámide. Si los altos funcionarios dejaran de ser tan ambiciosos y tuvieran sueldos más modestos para que la riqueza se repartiera equitativamente en la sociedad; si hubiera leyes que prohibieran sueldos ominosos; si a los servidores públicos se les impidiera despilfarrar el dinero y robarlo del erario con pretexto de que “no pertenece a nadie”, habría mayores posibilidades de que los ciudadanos no se corrompan. Antes de exigirle al ciudadano común que no soborne a un policía, los funcionarios y políticos deberían empezar, ellos mismos, a no robar dinero ajeno.