Juan Antonio Rosado
Las meras imágenes, las simples fotografías o películas poco dicen, en sí mismas, de la realidad. La riqueza y complejidad de la expresión verbal no podrán sustituirse por una imagen. Quienes sostienen: “una imagen dice más que mil palabras” o se equivocan o intentan engañar a los espectadores. ¿Para qué pensar en la realidad? ¿Para qué interpretarla por medio del lenguaje articulado? ¿Para qué estructurar un texto si allí está la imagen, que expresa, según ellos, “más que mil palabras”? La representación pictórica o fotográfica puede siempre interpretarse de muchas formas, por su polisemia implícita. La escritura clara y concisa, descriptiva, expositiva o explicativa, funciona como memoria permanente. Mediante la expresión verbal, le otorgamos coherencia y unidad al mundo: lo representamos y organizamos, lo narramos, le otorgamos un orden, una forma, lo hacemos coherente. ¿Qué sabríamos hoy de Sócrates, quien nunca escribió, si Platón o Jenofonte no hubiesen escrito sobre él? ¿Sabríamos de Hipatia sin la escritura? De Jesucristo, cuya historicidad nadie ha comprobado, sólo sabemos lo que fue escrito sobre él: textos que constantemente se contradicen (comparemos, por ejemplo, los evangelios de Tomás o Felipe con los llamados “evangelios canónicos” o con lo que imaginó Saulo de Tarso). Las imágenes o representaciones de este personaje vinieron mucho después de las escrituras. Y justo la escritura recuperó una imagen y la hizo prevalecer a lo largo de siglos. Religiones, tendencias políticas, sistemas judiciales han sido organizados y justificados con la expresión verbal.
El meollo del asunto, sin embargo, no es la imagen como tal, sino su desamparo. Una imagen aislada no dice más que mil palabras porque las palabras la hacen vivir. Una imagen aislada es vulnerable, débil, proclive a la manipulación, a que cualquiera invente lo que sea sobre ella. Los ejemplos sobran. Cuando ocurrió el derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York, algunos medios presentaron un video en que se observaban a unas mujeres islámicas que bailaban y reían. Con palabras, se les dijo a la llamada “opinión pública” y a los espectadores que esas mujeres celebraban el derrumbe de las Torres. Tiempo después se descubrió que esas islámicas celebraban una festividad religiosa y que el video se había realizado muchos años antes del derrumbe de las Torres. Otro ejemplo: hace relativamente poco, un embaucador puso en Internet la imagen de dos niños orientales. El niño lloraba desesperado mientras la hermanita mayor lo consolaba. El embaucador, con palabras, dijo que esos niños eran víctimas del tsunami y que habían perdido a sus padres; daba datos y señales. Luego solicitaba dinero para ayudar a los pobres huérfanos. Tiempo después, el fotógrafo verdadero descubrió el uso que se le daba a su foto y denunció el fraude. El niño lloraba porque los padres habían salido sólo unos momentos, pero luego regresarían y todo volvería a la normalidad. El embaucador se aprovechó de una tragedia para manipular a la gente mediante una imagen desamparada acompañada de palabras (no importa si son decenas, cientos o miles). Lo mismo hacen las religiones: presentan imágenes y nos explican, a su conveniencia, lo que significan, su sentido “verdadero”. Toda imagen requiere expresión verbal, y todo texto, contexto. Por ello, poco o casi nada dice una imagen sin el pie que suele acompañarla. La leyenda “una imagen dice más que mil palabras” es demagógica por sí misma, como cualquier discurso efectista y alejado de la realidad.



 
 