BERNARDO GONZÁLEZ SOLANO
Al conmemorar las primeras seis décadas de la Unión Europea (UE, cuya primera piedra se puso en Roma —como símbolo de que esta urbe fue en un tiempo la capital del mundo—, el 25 de marzo de 1957, con la firma del Tratado de la Comunidad Económica Europea), se han volcado infinidad de críticas, muchas injustificadas, porque, creo, que visto desde la distancia, el proceso europeo puede considerarse un indudable éxito, aunque hay escépticos que tratan de destruir esta gran idea que pocas veces ha podido cuajar la humanidad.
Valga el ejemplo. De 1918 —último año de la Primera Guerra Mundial— a 1939, inicio de la II Guerra Mundial, solo transcurrieron 21 años. Y entre el inicio de la Primera y el final de la Segunda, en 1945, pasaron 31 años. Es decir, poco más de la mitad de lo que ya ha vivido la problemática Unión Europea. El macabro juego de las estadísticas señalan que en los cuatro años de la IGM, murieron 18,500,000 personas (soldados y civiles), y que en los seis años y un día de la IIGM, el número de bajas se sitúa entre los 55 y los 60 millones de personas. Algunos calculan hasta los 70 millones de seres humanos.
En pocas palabras, en los dos enfrentamientos mundiales, perdieron la vida, más o menos, 88,500,000 personas. Sin hacer caso de otras guerras de la centuria pasada, cada una con su número de muertos, sin duda que el siglo XX puede llamarse, sin pena, el siglo más sanguinario de la historia.

De tal suerte, desde 1957 a la fecha —sesenta años justos—, la Unión Europea, al paso del Tratado de Maastricht (7 de febrero de 1992, firma del Tratado de la UE); el de Ámsterdam, suscrito el 2 de octubre de 1997; el de Niza, ratificado el 26 de febrero de 2201; y el de Lisboa, vigente desde diciembre de 2009, ha logrado que el Viejo Continente no se vuelva a enfrascar en otro conflicto mundial, lo que, creo, no es poco, pues en la primera mitad del siglo pasado, contabilizó más muertos por armas de fuego y por hambre que en toda la historia. Bien dice el analista Throsten Beck “La paz es uno de los grandes dividendos de la construcción europea, pero es evidente que aún hay riesgos enormes”. Claro que el principal desafío puede que no sea una crisis financiera, sino una sacudida política originada por los posibles avances nacionalistas y populistas en Francia, en Alemania, en Italia, etcétera. Esto será el tema del futuro, a corto plazo, de la UE.
Mientras, el balance desde 1957 a 2017 registra: de seis a 28 países, de 185 millones de habitantes a 510, de una renta per cápita de 15,000 euros a 52,000, y, sobre todo, un periodo de relativa paz y estabilidad en el que se han asentado muchas jóvenes democracias europeas. El principal signo negativo es la primera resta, la inevitable salida del Reino Unido. De 28 restamos uno y las posibilidades de mayores ingresos no son halagüeñas. Los últimos acontecimientos hacen prever que la bandera de Turquía no ondeará fácilmente frente al edificio de la Unión Europea en Bruselas.
No todo es un futuro de leche y de miel. La última década ha sido de antología. Como lo señala Paul de Grauwe, de la London School, que hace hincapié en que los beneficios de la integración se repartieron de manera desigual: “La UE se olvidó de integrar a los perdedores. Es una historia parecida a la de la globalización. Y ese olvido es la base del populismo, el mayor desafío para su supervivencia”.
No obstante, para optimistas y pesimistas, aunque sea difícil explicar, el parto de la “Unión” Europea es único en su género. No existe precedente de una “unión voluntaria y democrática” de varios pueblos y naciones (para el caso, 28 o 27 no es moco de pavo), aunque todavía sea un proyecto sin los contornos definitivos. Todavía su camino tiene mucho horizonte, como dice el poeta, “se hace camino al andar”. Este proyecto continua siendo una de las mejores ideas de cooperación entre los seres humanos. No hay mapamundi en el que se pueda situar un entendimiento entre distintas naciones que, tras matarse durante siglos, decidan vivir en una sociedad pacífica y libre, amén de buscar una mejor convivencia y el bienestar entre ellos. Los comprometidos en el intento –gobiernos y sociedades– están obligados a buscar y escribir un nuevo discurso sobre la defensa de la civilización occidental (y creo que Europa fue su cuna) y la democracia. Grecia sigue en el seno de la UE. Solo les queda actuar en consecuencia.
Hace 60 años, el Viejo Continente trataba de resurgir de la barbarie que provocó el III Reich que “duraría” (según sus panegiristas), mil años. Con los pocos que duró fue más que suficientes. Se trataba, entonces, de encontrar fórmulas para abandonar la espantosa costumbre de ir a la guerra cada cierto tiempo. Los idealistas de la UE, como Jean Monet, propiciaron que el principal logro de la UE fuera abolir la guerra, hacerla intelectualmente imposible.
Bien dice el buen amigo Enrique Serbeto, corresponsal del periódico madrileño ABC en Bruselas, “Desde los años de la fundación, el proyecto europeo se ha venido perfilando primero gracias al impulso económico que obtuvieron los países fundadores (Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) que atrajo a los más dudosos (1973 entran el Reino Unido, Irlanda y Dinamarca), Grecia después (1981) y España y Portugal (1986) el mismo año que se aprueba él Acta Única, el primer gran documento que consagra los cimientos del gran mercado único y las cuatro libertades que son hoy el mayor patrimonio legal del que disfrutan quinientos millones de ciudadanos: libre circulación de personas, libre circulación de capital, libre circulación de mercancías y libre circulación de servicios. Austria, Finlandia y Suecia se unirían al club poco más tarde (1995) y cinco años después se puso en marcha el euro (€), la moneda única que es el mayor símbolo exterior de la idea de una Europa Unida. Nadie duda hoy que esa moneda fue creada a trompicones, sin dotarla de una capacidad suficiente de control político o técnico. A trompicones se ha venido creando el Banco Central Europeo y aún hoy las estructuras de control del mercado financiero, de inspección de los bancos, todo lo que se necesita para controlar una divisa, no existen plenamente. La verdad es que si se hubiera esperado a tener esos mecanismos, el euro no se habría creado jamás. Pero sin el euro, posiblemente Europa no habría sobrevivido a la crisis financiera. Ese es el principal problema para defender la idea de Europa, que su mayor éxito son las cosas que ha evitado, es decir, que su principal fruto ha sido evitar cosas que no han sucedido, algo que es difícil de ver”.
Quizás los europeos tienen en la UE más de lo que soñaron los padres fundadores de la organización: un Parlamento elegido por sufragio universal, una Comisión Europea cuyo presidente se vota ya en relación directa a los resultados electorales y un Consejo en el que los miembros debaten ya cómo será esta nueva Europa “a varias velocidades” en la que aquellos países que quieran ir más allá pueden marcar el camino, para que los demás puedan sumarse cuando se sientan preparados.

Lo mejor del caso, es que se advierte entre los quinientos millones de europeos (sobre todo en los jóvenes), una toma de conciencia de lo que podría perderse si la “idea” de Europa se vuelve humo una vez más. Como acaba de decirlo en el aniversario de la UE el presidente del Consejo, Donald Tusk, que la única certeza es que “nada de lo que tenemos está garantizado de por vida…si no somos capaces de defenderlo”.
El mismo sábado 25 de marzo, el Papa Francisco recibía en el Vaticano a los líderes de los 27 países de la UE en su calidad de Jefe de Estado. El jesuita llegado a Roma desde el fin del mundo, les recordó a los gobernantes europeos lo que dijeron los padres fundadores de la UE hace sesenta años precisamente en Roma: “La Comunidad Económica Europea sólo vivirá y tendrá éxito si, durante su existencia, se mantiene fiel al espíritu de solidaridad europea que lo creó y si la voluntad común de la Europa en gestación es más fuerte que las voluntades nacionales”. Jorge Bergoglio parafraseó lo que el primer ministro de Luxemburgo Joseph Bech dijo el 25 de marzo de 1957, en el momento de la firma de los Tratados de Roma en la bellísima sala de los Horacio y los Curacios en el Palazzo dei Conservatori, en el Campidoglio, y también citó las palabras que pronunció el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Christian Pineau: “Sin duda, los países que se van a unir… no tienen intención de aislarse del resto del mundo y erigir a su alrededor barreras infranqueables”. Frase hecha.
Francisco, hijo de italianos, se dirigió en la lengua de sus antepasados a los jefes de Estado y de Gobierno que acudieron a Roma con motivo del sexagésimo aniversario de la UE. De pie, frente a un atril, con gesto serio, muy diferente cuando está ante la multitud de católicos en la Plaza de San Pedro, afirmó: “En un mundo que conocía bien el drama de los muros y de las divisiones, se tenía muy clara la importancia de trabajar por una Europa unida y abierta”, aludiendo a la brecha que provocó la IIGM. Y agregó: “¡Cuánto se ha luchado por derribar ese muro! Sin embargo, hoy se ha perdido la memoria de ese esfuerzo”. Ni qué decir que se refería a los Trump y a todos aquellos que deciden construir barreras para frenar la llegada de los “pobres de la Tierra”. Feliz aniversario de la UE. VALE.



 
 