Juan Antonio Rosado

Autor de Vigilia del almirante, Hijo de hombre, El fiscal, entre otras obras, el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) es, sin embargo, más conocido por Yo el Supremo, obra maestra sobre la tiranía de José Gaspar Rodríguez de Francia (1814-1840). El despliegue de temas es tan vasto que la narración se vuelve inagotable y trasciende la fácil clasificación de “novela de la dictadura”, aunque el poder resulta uno de los temas centrales, sin escatimar asuntos sociales, históricos, filosóficos y sicológicos, así como reflexiones sobre la escritura. Sus aportaciones y hallazgos son tantos, y su función lúdica tan original en cuanto a juegos de palabras, que muchos lectores terminan abrumados (si es que terminan).

Pero la más penetrante reflexión es en torno al poder, como cuando el dictador afirma: “poder hacer es hacer poder” o “el poder absoluto está hecho de pequeños poderes”. Se sostiene que el poder de quienes gobiernan “está fundado sobre la ignorancia, en la domesticada mansedumbre del pueblo. El poder tiene por base la debilidad”. En una entrevista de Danubio Torres Fierro, Roa Bastos sostiene que “la raíz de la violencia es el poder. Creo que mi obra descansa sobre una serie de reflexiones acerca del poder en cualquiera de sus formas: el político, el económico, el cultural, el geográfico y hasta el cósmico” (se refiere a la cosmogonía paraguaya). La obra bebe también la tradición universal. Se evoca a Maquiavelo, Rousseau, Voltaire, Alfonso X y a muchos otros. Lo anterior, conjugado con la compleja estructura, exige gran competencia cultural y participación del lector.

A diferencia de muchos déspotas (ignorantes y malvados), el de esta obra es ambivalente: sabe guaraní, es culto (desde el principio afirma que todos los libros son suyos: capitaliza el conocimiento), rechaza la intervención extranjera y ama a su pueblo, a pesar de que lo reprime, de que es sádico desde sus años de estudiante y de que se considere padre natural y el mismo gobierno. Aunque omnisciente, padece de soledad. Es hipocondriaco, pero no desea que nadie se entere de sus males. Orgulloso de su virilidad, asegura que ha nacido de sí mismo. Contrario al Patriarca de García Márquez, al Supremo de Roa no le importó la muerte de su madre y asegura que la única maternidad es la del hombre: “No quiero ser engendrado en vientre de mujer. Quiero nacer en pensamiento de hombre” y “Yo he nacido de mí y Yo solo me he hecho Doble”. Es inevitable pensar en el nacimiento del dios egipcio Atum, quien se generó a sí mismo, según un mito, con su propia saliva; según otro, con el esperma eyaculado por masturbación. La diferencia es que Atum no se hizo doble, sino triple. El aerolito que aparece al principio de la novela es pretexto para incluir un aspecto mágico y para referirse al Orden Universal. Con el aerolito se resalta la inseguridad del dictador ante lo desconocido, ante el azar, pues el Supremo pretende abolir el azar para mantener el poder absoluto.

Además de la narración principal, hay un “cuaderno privado” y una serie de “circulares perpetuas”. Todo alude a la circularidad, pero el cuaderno adquiere carácter íntimo: trata asuntos privados del déspota. Las circulares, en cambio, se refieren a cuestiones históricas, cosas que el dictador dicta a su secretario. La novela es también una meditación sobre la escritura: “Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real”, con lo que se aleja del realismo que correspondería a una obra de tema social. Se afirma que escribir es como matar lo que está hecho. Sin embargo, el dictador es contradictorio; opina que los literatos son sucios y prohíbe el libro de dos autores suizos sobre su régimen. Al igual que en El recurso del método, de Carpentier, la literatura aún puede resultar peligrosa para el sistema político.

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