Un clásico
Juan Antonio Rosado
Se ha dicho que el viaje es el tema narrativo por excelencia. Todo viaje implica aprendizaje, pérdida o modificación del conocimiento previo y, en tal sentido, pérdida de inocencia. Esto ocurre en El corazón de las tinieblas, que Editorial Mirlo acaba de publicar en excelente traducción de Jahel Merediz. Vale la pena recordar algunos ingredientes de este clásico de la literatura universal.
Esta obra de Joseph Conrad se mueve entre oposiciones: civilización y barbarie, luz y tinieblas, revelación y misterio, razón e irracionalidad, inteligencia y fuerza bruta, libertad y esclavitud, el poder del explotador y la debilidad de la víctima, conocimiento e ignorancia… Sin embargo, no son oposiciones dicotómicas: a menudo cada par dialoga y ambos extremos se compenetran hasta confundirse y generar ambigüedad.
Quizás uno de los aspectos más perturbadores de esta novela sea la inestabilidad psíquica asociada a la de las aguas y a la del resto del entorno, a pesar de la firmeza de Marlow, el narrador. La inestabilidad se advierte desde el principio, en el cuadro poético cuyo escenario es una goleta o bergantín en la desembocadura del Támesis, en medio de la oscuridad. Las tinieblas, aunque borren contornos y los vuelvan confusos, poseen un corazón que late, les da vida y continuidad. Quien sabe adentrarse en el corazón de las tinieblas percibe el horror y, en una suerte de éxtasis, lo expresa sólo de ese modo: con una palabra que, como toda palabra, no encierra sino un fragmento de la verdadera experiencia.

El mal, las tinieblas, no son sino el desorden, noción que implica negación o tambaleo de un orden deseado o prestablecido. El mal y el bien son relativos y ambiguos desde una pretendida visión objetiva: la subjetividad siempre captará el mal en aquello que le produce desorden. En todo viaje o iniciación puede vivirse la experiencia del mal, el “descenso a los infiernos”. El mundo al que nos enfrentamos en el África del siglo XIX, explotada por el hombre occidental, es egoísta: implica la ambiciosa explotación del marfil y el desprecio de quien es distinto: la incomprensión del otro. En parte por dicha tensión, se produce una cotidianeidad de violencia y muerte.
La narración crea expectativas y aumenta la incertidumbre sobre quién es Kurtz. Un supuesto fabricante de ladrillos afirma que es “un emisario de la piedad, la ciencia, el progreso y sepa el diablo qué más cosas”. Para Marlow, es un simple nombre, nada revelado… Sin haberlo visto, a él se le aparecía como una voz y un ser carismático. Sólo al final el lector penetrará en el corazón de las tinieblas para llegar a sus propias conclusiones sobre la abrumadora complejidad de Kurtz, el centro rector de toda la narración.
Cuando Conrad publicó esta novela, faltaba mucho para que Max Weber difundiera sus hallazgos sobre el carisma y su relación con el poder. Liderazgo, sumisión y obediencia son conceptos que se desarrollarán cada vez más. Conrad trasciende cualquier teoría al reflejar el complejo, contradictorio terreno humano y sus connotaciones políticas. Desde la literatura, representa la realidad de un poder que hipnotiza y atrae, pero también horroriza y repele: un poder al que los demás le confieren cierta sacralidad y que exacerba el yo narcisista del ser carismático, capaz de cualquier cosa en un mundo sin ley, o cuya ley es inventada por él, siempre y cuando proteja sus intereses y aumente su poder y fama.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas (Traducción de Jahel Merediz; prólogo de Juan Antonio Rosado Z.). Mirlo, Tinta viva, México, 2016; 113 pp.


