Patricia Gutiérrez-Otero
Hay un resto humano no contaminado que lucha contra la implantación en sus mentes del virus del desarrollo, la técnica, del consumo, de la competitividad y sus sucedáneos a través del ejercicio de un pensamiento crítico, de la admiración de la belleza del mundo y de la cultura, del saborear las cosas sencillas y más próximas a los sentidos y, entre ellas, lo que Iván Illich llamó la convivencialidad: el sentarse entre amigos en torno a una mesa provista de alimento y bebidas esenciales; compartir el silencio, la escucha, el diálogo, el pensamiento, la música, el estar simplemente juntos. Muchos de entre los que forman ese restito se atreven a cambiar su estilo de vida, algunos cambian aspectos fundamentales de éste, otros hacemos aquello que podemos, por cuestionar lo más posible para defender nuestro imaginario de la colonización del mercado.
El pensamiento crítico no es un huésped fácil cuando no se acompaña de la belleza y la relacionalidad. En su afán de análisis y segmentación, puede destruir formas más delicadas y sutiles de captar el mundo como, por ejemplo, el poder del símbolo. Su potencia indagadora puede congelar la fluidez vital y volver muy difícil la toma de decisiones humanas, pero también, y por lo mismo, contener excesos de la imaginación o de la voluntad de poder o de la codicia. No se trata del pensamiento científico propiamente, sino del pensamiento que usa el poder de la razón para evaluar los pros y los contras de pensamientos (incluso científicos), emociones, acciones (entre ellas, las técnicas) con un anhelo de llegar a entender tal o cual fenómeno y actuar en consecuencia. Quizá podríamos hablar del pensamiento filosófico. En este sentido, el pensamiento crítico no se deslinda de cierta valoración del mundo y de sus cosas. De cierta manera evalúa en relación con ciertos parámetros básicos no sólo sobre lo viable o no viable, por ejemplo de una acción, sino sobre si es deseable o no a corto, mediano y largo plazo; y para quién, desde lo particular hasta lo universal. Por eso, debe tener claros sus propios presupuestos valorativos, como lo hizo Kant con sus tres cuestiones: “Qué puedo saber, qué debo hacer, qué puedo esperar”.
Desgraciadamente nuestros ancestros dejaron que cierto pensamiento orientado a la economía se implantara en Occidente desde el siglo XVIII-XIX. Me atrevo a reducir su propuesta central a “qué puedo hacer y cómo para ganar cuánto” en función de intereses que beneficiarían a ciertas clases sociales sin importar el costo. Así se inició la expulsión de los campesinos hacia las ciudades para abaratar la mano de obra industrial; la destrucción de los lazos con la tierra y los lazos sociales se debilitaron. Inició la primacía del individuo codicioso sobre la comunidad. La tecnología del siglo XX aceleró y profundizó este proceso. El gozo de estar juntos se fue desvaneciendo ante el gozo de tener, comprar y gastar.
El aprecio por la belleza, finalmente, también se vio sometido al mercado. Es bello lo que te venden como bello; es bello lo nuevo y lo que está a la moda; es bello el estereotipo de mujer u hombre que conviene al mercado. El ritmo de vida, impuesto por el mercado y las nuevas tecnologías, y la vida en ciudades cada vez más grandes, así como la fealdad de los nuevos materiales de construcción en zonas o pueblos marginales, han llevado a la pérdida del sentido de contemplación y éxtasis ante lo verdaderamente bello, que muchas veces es pequeño.
Ser un restito es, mutatis mutandis, ser de aquellos que Un mundo feliz, de Huxley, optaron por marcharse a las islas que Huxley no describió, pero que a nosotros nos toca crear como un lugar de libertad.
Además opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés y la Ley de Víctimas, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que se respete la educación, que recuperemos nuestra autonomía alimentaria y nuestra dignidad, que revisemos a fondo los sueños prometéicos del TLC.