Comentarios marginales de Alfonso Reyes
La primera vez que vi a Alfonso Reyes fue hace trece años en una exposición de la Galería de Arte Mexicano. Yo estaba platicando con un grupo de personas, cuando él entró acompañado de varios amigos. Nos miramos y yo sentí que me había captado de golpe. Me impresionó la limpieza de su mirada. Y allí empezamos un diálogo que aún no ha terminado.
Me parecía audaz intentar decir algo nuevo sobre la obra admirable y extensísima de Alfonso, pero sí puedo expresar en estas líneas el asombro que me produce su constancia, su tesón, su fidelidad a las letras. En cualquier época de su vida, en cualquier país de los muchos donde ha vivido, en las más diversas circunstancias y sin hacer caso de limitaciones ni físicas ni materiales, siempre, sin desmayar un instante, ha estado anclado a su vocación.
Hemos hablado largamente de mil cosas: de sus viajes, de sus actividades como diplomático, en las que tan alto puso el nombre de México; de amigos ya muertos, como Antonio Machado, como Padre Henríquez Ureña; de sus “fugas” amorosas con personas de diversas nacionalidades; de esos problemas religiosos y metafísicos que son mi esencial preocupación que él comenta con esa extraña intuición que tiene para lo sobrenatural.
Aparte de la admiración que le tengo, mi afecto hacia él ha ido aumentando por la comprensión y ayuda que me ha dado en momentos difíciles para mí. Hace muchos años, cuando yo ni soñaba en escribir y buscaba en vano por todos los caminos la forma de realizarme, él no sólo me orientaba con sus inteligentes consejos, sino que llegó hasta preocuparse porque yo hiciese un viaje a Río de Janeiro, para que trabajara en la embajada de México en esa ciudad. Desgraciadamente este proyecto no pudo llevarse a cabo, pero él buscó otras formas de ayudarme.
No sólo le exponía mis problemas de pensamiento, sino que hasta en los asuntos amorosos me daba sabios consejos para lograr el éxito en mis empresas que casi siempre eran dificilísimas. Entre dramas y problemas, su sentido del humor permitía que pasáramos ratos deliciosos, pues en los momentos más alarmantes y cuando todo parecía negativo, Alfonso salvaba, si no la situación, sí la gravedad del instante. Nuestra gran y cordial amistad dio pie a comentarios equívocos, que incluso fomentábamos para divertirnos de tal absurdo.
A él le achacaron la paternidad de mis primeros versos y lo curioso es que él no se enteró de que yo escribía, hasta el momento en que fui a entregar un ejemplar de mi primer libro. La maledicencia de ciertas personas llegó hasta mandarle anónimos insultantes, relacionados con nuestra amistad. Esto, en vez debilitarla, la hizo más firme. Yo cada día le tengo más afecto y sigo admirando, entre todas sus asombrosas cualidades, el que aún conserve esa mirada limpia y que siga interesándose por todo, con un gran sentido humano.
Pita Amor


