Como sentido mítico, o acaso como energía primordial, la presencia del tigre es, sin duda alguna, un tema intensamente característico en la obra lírica de Eduardo Lizalde (México, D.F., 1929), uno de los poetas vivos más importantes de nuestros días y Premio Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español 2017, cuya poética reúne la manifestación más contundente de libertad expresiva. Sentimiento y pensamiento vinculados íntimamente, símbolos y derivaciones filosóficas que de ninguna manera detienen la lógica del verso. Una vertiente única, de sonoridad y significación, con acentos privilegiados, ácidos, sarcásticos, conforman un equilibrio inusitado en esta propuesta estética, en este contundente discurso.

Desde sus inicios, poesía y filosofía se combinan; pero el código lírico prevalece, así como el tono, el acento, la respiración, la mordacidad. No se requiere de un tratado filosófico para comprender las premisas y lo irreductible de la conclusión, de manera que cualesquiera puede disfrutar plenamente del erotismo, del ácido discurso, de la contundencia que determinan su dimensión estética. Lizalde se erige como un exponente singular que lo mismo reflexiona sobre el sentido del Nombre y de los objetos. Si la Palabra es un signo al que conviene descifrar, ¿hasta dónde es válido su alcance, su condición significativa? Si la palabra Nombra y aprehende la esencia de las cosas, ¿ocurre esto en realidad? ¿acaso previamente no encontramos el concepto antes de llegar al objeto? Haz y envés, el signo devela otras realidades, más profundas, más sensibles, más contundentes: La palabra es más densa que la roca, revela el poeta en Cada cosa es Babel (1966).

En otros momentos utiliza un tono irreverente, fogoso. Pasión y desamor enfrentados en una cópula paradójicamente trascendental, que eriza la piel. La contradicción asume su más rotundo significado y la hipérbole rueda como una roca a punto de aplastarnos. En su obra, la figura del felino asume diversas connotaciones. La oscuridad, la muerte, el aliento erótico, el desamor son expresiones de la fiera, de la figura femenina primordial, arquetípica.

En ocasiones su mensaje se vuelve inquietante, en momentos herético, como se advierte en el poema “Grande es el odio”, que revela la certeza apasionada de su verso: Recuerdo que el amor era una blanda furia/ no expresable en palabras, revela en El tigre en la casa (1970) para agregar con precisión: “Ramo de tigres es el amor/ según recuerdo”. El odio —como pasión amarga— y el desamor —como manifestación genésica, que perturba y transforma—, se concilian en su particular visión del mundo, gracias al alto contenido estético de su obra. Y sarcasmo, y ternura, y lubricidad. Poesía: signo sensitivo, respuesta volitiva, que el hombre ha concebido para conjurar a la muerte. El ángel lizaldiano, por ejemplo, a diferencia del que canta Rilke, es más terrible, prácticamente un ser que perturba y horroriza (“El regreso del ángel”, por ejemplo, ofrenda el divino horror, el estremecimiento terrible que provoca su lectura).

En Caza mayor (1979), al igual que en El tigre en la casa, la figura del felino asume diversas connotaciones. La oscuridad, la muerte, el aliento erótico, el desafecto son expresiones arquetípicas de la fiera, de la primordial figura femenina. Y los referentes son hartamente expresivos: el sol de los carnívoros, relámpago de homicida perfección, pozo de semen, tormenta de erecciones, astro poseído e hirsuto. Las connotaciones que asume esta figura son relevantes: muerte, amor, la existencia, la mujer misma. Y lo cotidiano frente a la solemnidad de lo trascendente. Más que un concepto, una metáfora, constituye el apasionado núcleo central donde se yergue su poética. Seguramente por ello, Lizalde asume su condición de poeta satírico “y como tal derrama un aire de milagro en todo aquello que lo presupone y se le asemeja”. En La zorra enferma (1974), libro con el que obtuviera el Premio Nacional de Poesía en Aguascalientes (1973), aborda esta condición epigramática. Con acidez y mordacidad el poeta eslabona una serie de revelaciones sociales, líricas, reflexiones filosóficas, guiños culteranos, bíblicos. La denuncia social se enmarca plenamente en este volumen.

Tercera Tenochtitlan (1983) [Edit. Katún, México, 1983, sp.] constituye un largo poema marcadamente narrativo, donde confluyen el mito y la realidad circundante, la voz poética frente a la expresión histórica. Imágenes estremecedoras ante el verso directo, cuya sonoridad es significativa; imágenes enunciativas que enaltecen y vivifican el corpus de esta obra. Tabernarios y eróticos (1988) retoma el aspecto filosófico, la meditación que apuesta a la voz sarcástica.

Homenaje a los grandes poetas, versiones de algunos autores como Leopardi, Rilke, Blake. Espíritus afines, hermanados en estas traducciones, en estas líneas ennoblecidas. Rosas (1994) asume la fugaz eternidad de la existencia, observada desde diversos ángulos, sin soslayar la vertiente filosófica. Como Octavio Paz el poeta que me ocupa demuestra su extraordinario conocimiento de la forma y como Sabines ofrece su pasión y vitalidad. Sin embargo Lizalde representa el vértice, la confluencia de ambos autores y va más allá de la expresión misma con una acentuación inusitada, con un tono y una respiración, que desembocan en el desasosiego y en la reflexión.