El miedo sin ser Dios suele hacer algo de nada. Gaspar de Aguilar

El 25 de junio de 1767, víspera de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, la ciudad se preparaba a celebrar tan significativa función religiosa, la cual se vio “enlutada” por la inesperada expulsión de una de las más reputadas órdenes religiosas del virreinato: los jesuitas.

Al alba de esa fecha, tanto en las puertas de La Profesa —connotado templo de la Compañía de Jesús— como en el resto de sus templos y colegios, piquetes de soldados ejecutaron la Pragmática Sanción de Carlos III, a través de la cual se ordenaba el inmediato desalojo de todos los miembros de la orden de los dominios imperiales del monarca español.

El temeroso borbón recelaba del poder de la empresa eclesiástica fundada en 1534 por el vascongado Iñaki de Loyola, cuya fortaleza y disciplina permitió al pontificado defender la fe católica ante la cismática Europa, y a sus antecesores fortalecer la presencia española a través de las misiones y colegios que fundaron desde su llegada, en 1572, a esta colonia española.

Pese a la patente de Bastión del Imperio Español y del reino del Vicario de Cristo en la tierra, a la Compañía de Jesús de poco le valió su lema Ad Majorem Gloria Dei (para mayor gloria de Dios), ante las intrigas de los afrancesados ministros del tercer emperador Borbón.

Aranda, Floridablanca y Campomanes lograron convencer al emperador de la activa y sigilosa participación jesuita en el Motín de Esquilache registrado en marzo de 1766, cuya violencia puso, efectivamente, en peligro la vida de la familia real ante una rebelión popular provocada por la negativa al Bando Real que prohibía, en todos los confines del Imperio, el uso de capas largas y sombreros anchos.

De nada sirvió la ternura y el afecto desplegados por el papa Clemente XIII para que el emperador aceptara deponer la Pragmática emitida el 27 de febrero de 1767 en contra de los “soldados de Dios”.

Muy a pesar del respeto y alta estima de la cual gozaban los jesuitas en la Nueva España —y particularmente en la Ciudad de México—, el virrey marqués de Croix, al recibir la orden real implementó con todo sigilo la reproducción del acta de expulsión a efecto de entregarla de forma simultánea en todas las propiedades y templos de la Compañía en la ciudad y en el resto del virreinato.

La Pragmática expresaba que “de una vez para lo venidero los súbditos del gran monarca… habían nacido para callar y obedecer” y así ordenaba severos castigos a quienes se opusieran a ella.

El proceso de desalojo en la ciudad fue profundamente triste para los pobladores de todas las clases sociales, pero no se registraron los disturbios ocurridos en misiones lejanas, en las que se requirió el uso de la soldadesca para aplacar al pueblo enardecido.

Cumpliendo cabalmente la premisa del dramaturgo valenciano Gaspar de Aguilar, la expulsión de los jesuitas obedeció al temor de un ser que, a pesar de su poder, era presa de sus miedos.