Como acontece recurrentemente al término de cada elección se alzan voces exigiendo cambios en la legislación electoral para subsanar las trampas, fraudes, trapacerías que —afirman quienes perdieron la elección— realizó la organización política que ganó los comicios, a quienes se suman los inconformes de siempre, los politólogos de café y desde luego los grupúsculos de intelectuales divididos en capillas y que coinciden para este propósito a fin de continuar, algunos, recibiendo dadivas, prebendas y canonjías y otros para mantenerse en los reflectores de TV, micrófonos de radio o espacios periodísticos que les proporcionan vigencia pública.

Su juego por conocido es previsible, sin embargo, hay que tolerarlo, permitirlo y sufrirlo, si no se desgarrarían las vestiduras por ataques a la libertad de expresión, en fin. Ahora con pasión digna de mejor causa insisten en volver a discutir, debatir y reflexionar acerca de la pertinencia de la segunda vuelta, y engolando la voz, afirman que, de no hacer la reforma, el próximo gobierno sería ilegitimo. Confunden algunos de ellos en su argumentación, mayoría simple con legitimidad. Argumentan que ningún partido político u coalición obtendrá más de un tercio de la votación en 2018.

Olvidan convenientemente muchas cosas. Entre otras que la propia Constitución prohíbe realizar estas reformas cuando el siguiente periodo electoral sea antes de un año. Plantean entonces reformar la Constitución y vía un transitorio —tan de moda y tan desaseado— superarlo. Obvian aquí que para reformarla se requiere de mayoría calificada, es decir, dos tercios de la votación en ambas cámaras y la mitad más una de las legislaturas locales, lo cual la hace inviable, en tanto el partido en el poder es refractario a esta modificación, porque la sienten a modo en su contra. Esto lo saben y por eso resulta un misterio su empecinamiento.

Y un enigma dado que, en paralelo, construyen en sus mentes enfebrecidas una gran alianza, una gran coalición, un frente amplio democrático para —dicen— arrojar del poder al PRI, negando así su identificación de demócratas liberales y respetuosos del voto popular.

Otro de sus olvidos consiste en borrar por completo de su memoria que hace dos décadas, desde 1997, tenemos una Cámara de Diputados sin mayoría simple para ningún partido y desde el 2000 también el Senado, es decir, un gobierno dividido y que el Legislativo ha venido funcionando como contrapeso o por lo menos como espacio de dialogo para la construcción de consensos y que durante este ya largo espacio de tiempo hemos podido realizar reformas constitucionales que requieren de mayoría calificada.

Tampoco quieren recordar que, desde Salinas de Gortari en 1988, ya ni Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto han tenido mayoría simple en los comicios. Y olvidan finalmente que, si hay memoria, que los hemos visto, llamar al voto nulo, luego impulsar las candidaturas independientes y, todos conocemos los resultados. Luego entonces el enigma es hacia donde conducirán los pasos de estos huaraches. Hoy tenemos los gobiernos de coalición, producto de una reforma constitucional.  Usemos esa figura de ser necesario y dejemos de buscar trasplantar conceptos y modelos de otras latitudes que está por verse su pertinencia en México.