Armando Pereira (1950) ha practicado con rigor la creación literaria y la investigación, aunadas a la labor crítica. El autor de Verificación de la ausente, de la novela La cuerda del pozo, entre otras muchas obras, acaba de publicar El ojo de la aguja, poesía penetrante, filosa, puntiaguda, amarga y dulce a la vez. Decía Borges que “un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos”, pero ¿qué sería de la magia sin la memoria y sin el cuerpo, los temas alrededor de los cuales gira todo el ojo de la aguja, por donde se van los que estuvieron? ¿Qué sería de la magia sin una puerta de salida para huir de hechizos malogrados? Pereira, hechicero de la palabra, no ha indagado sobre el objeto ni investigado sobre la otredad; sólo ha indagado en su interior y compuesto un volumen personal, casi autobiográfico.
En “La araña en la pupila”, erotismo y muerte se enlazan: ojos, cuerpo, manos amadas atraen al amante, quien, como el suicida, camina hacia un abismo oscuro para hallar la nada: “me hundí en tu cuerpo oscuro,/ como quien se hunde/ en la noche más negra e indistinguible./ Ahora sólo me queda el recuerdo/ de esa muerte/ lenta, apacible, deseada”… En “Ulises”, el yo se reduce a una “memoria inconsolable” que reaparecerá “En la frontera”. La soledad se desprende del cuerpo, y su frialdad es representada por una silla, por los huesos de madera de una triste silla solitaria.
En el aburrimiento que teje el hombre, y del que, paradójicamente, quiere escapar, se cifra no sólo la adolescencia, como en “Una edad imposible”, sino en los sucesivos intentos de seguir creciendo. ¿Adónde? A la memoria, al recuerdo. Y sin embargo, el peregrino carece de ella porque no escribe ni deja huella. A diferencia de Ulises, solo camina sin ocuparse de lo que dejó detrás. Que los escribanos enaltezcan su memoria estéril: sólo ellos la guardan. Junto a la soledad, la vejez y el cuerpo como estorbo. Dos poemas dejan constancia de lo anterior: “¿Cómo salir de aquí?” y “Los ruidos de un cuerpo”. “Tiresias”, con ecos del Borges de Los conjurados, en particular de “Cristo en la cruz”, es un retrato inigualable de la soledad, tema también de “Cuando te vas de mí” e “Inusitada permanencia”, donde todo se desvanece, salvo el estar. Amor, erotismo, soledad y memoria se conjugan en “¿Cómo llegar a ti?”.

La “Carta (imposible) a Franz Kafka” rompe con las piezas anteriores en tono y tema. Por su concisión y profundidad la cito: “Un hombre/ despertó un día/ convertido en cucaracha.// La cucaracha/ miró hacia atrás/ contemplando al hombre que había sido.// Y sintió asco.// Buscó,/ entonces,/ sin dilación,/ un hoyo/ donde refugiarse”.
Junto a poemas de intensidad erótica, “Pensar la muerte” reflexiona sobre lo imposible, mientras que en “Las puertas”, la persona es máscara. Resulta más sano salir por una puerta que entrar. Los humanos son impenetrables. Tras una puerta no se sabe lo que habrá. En un mundo lleno de puertas, el yo prefiere caminar por un sendero libre. En “Las últimas palabras de una hija” se rompe lo que se creía metáfora y con ironía reluce un final literal, crudo, directo, que destroza el tono mismo del poema: he ahí otro hallazgo del ojo de la aguja. De nuevo, soledad y desesperanza palpitan en “El loco genovés”, texto en clave donde Colón se asocia con Julián Meza. Al final, incluso el “denso tejido de la amistad” se va por el ojo de la aguja. Todo es efímero y se descarna con lentitud y ruidos de tornillos oxidados y huesos quebradizos.
La poderosa subjetividad, que se revela y rebela intensa, lírica, a menudo desgarradora (como la “Imago de un amigo”), es uno de los aspectos que distancian este libro de aquellos otros de Armando dedicados a la investigación literaria, pero también de las cáusticas narraciones en prosa. El ojo de la aguja observa lo que huye y lo que se acerca; hiere y deja huella en el lector.
Armando Pereira, El ojo de la aguja. Prólogo y edición de Carlos Pineda, México, Ediciones del lirio, Letrablanca, 2017; 78 pp.

