Ricardo Venegas

La “culpa”: producto de la transgresión de la observancia católica, aparece en la literatura como cuestión moral más que como conflicto religioso. Tal es el caso de la obra de Ricardo Garibay, el polemista. La fe es un tema recurrente donde la divinidad emerge como una necesidad de cobijo y redención. En El Resucitado, de Jorge Prado Zavala, volver de la muerte es una provocación, como todo lo divino, para su sociedad. Advierte Elízabeth Montaño que “Prado lo retoma —el tema de la resurrección— a partir de preguntarse: ¿Qué pasó con Lázaro después de este hecho? ¿Cómo vivió y qué fue lo que sucedió con él? Entonces empieza un fino trabajo de creación literaria a partir de la nueva vida de este personaje después de volver del eterno viaje de la muerte”.

La deuda espiritual que asumió Garibay de manera inconsciente lo remitió al estudio de un gran poema contenido en la Biblia: El Cantar de los Cantares. En diversos programas televisivos y de radio, habló con vehemencia del significado del texto, incluso dedicó un sector de su obra al estudio del mismo. Conciliación del alma con su creador, un canto del pueblo de Israel para Jehová o la unión de los amantes, son interpretaciones que sobre el texto atribuido a Salomón coexisten. Pero fue la última la que le interesó. “Dice Fray Luis de León al explicar El Cantar de los Cantares que el alma está en el aliento, y por eso entre los amantes se acostumbra el beso, para recobrar el alma de la boca del amado”. Del mismo modo, Prado Zavala se internó en el misterio del Evangelio de San Juan para entregarnos una versión actualizada de lo que hizo Lázaro con su existencia después de regresar de la muerte —y qué es el nuevo Testamento sino una forma de ser contemporáneo con Dios. Ahí está la mirada de Lázaro que todo lo traspasa con su actitud de haber ido a un más allá que es un misterio para el hombre mundano.

Si para Garibay es casi impensable hablar de las mujeres sin un nexo con la divinidad; “es el lado secreto de la luna”, aseguraba. Para Prado Zavala, Lázaro es una forma de evaluar el valor de la vida, de realizar una cotización, un presupuesto de la existencia, el Resucitado vuelve a la vida pero no con la luz de la alegría, sino con el desencanto de un retorno que se antoja forzoso, con la camisa de fuerza de quien se obliga a respirar. El rostro de Lázaro también es una radiografía de nuestro tiempo: atestigua con su vigencia que el ser humano no es tan distinto de hace 2 mil años. Los imperios construidos con la sangre y el sacrificio de pueblos enteros continúan sobre la faz de la tierra, a la usanza del Imperio Romano. El hombre moderno carece de búsqueda espiritual, tal como Garibay lo afirma: “No soy un triunfador mundano, de ninguna manera, pero he amado bien, a fondo, con el pecado que esto supone. Opté por eso. Dije: ‘Basta, estoy aquí [en la Iglesia] golpeándome el pecho y hoy mismo, en la tarde, tengo que ver a fulana que no es mi mujer y que no cambiaría por nada! ¡Basta!’ Estoy hablando con una brutal sinceridad. No es divertido para mí. No es un halago. Y no hay la más leve sombra de jactancia en lo que estoy diciendo, al contrario, me siento un pequeño montón de mierda. Pero así ha sido. Ni modo”.

En el soneto de Francisco de Quevedo y Villegas, Amor constante, más allá de la muerte, se advierte: “alma a quien todo un dios prisión ha sido (…) polvo serán mas polvo enamorado”, como una forma de victoria del amor, de imprimir huella, de conocer toda la vida en un poema; cuerpo y espíritu contienden por el reino del alma, el anhelo de un hombre por llegar a Dios y el deseo de amar, evidencian el gran conflicto espiritual —y universal— de la carne y el espíritu de un Lázaro que busca “una manera de eternidad”.