Si por gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho

al cielo que gobernador al infierno. Miguel de Cervantes

El lunes 17 de julio de este año del centenario de la Constitución de 2017, pocas horas antes de que venciera el plazo constitucional para implementar el Sistema Anticorrupción en la Ciudad de México, 28 diputados capitalinos perpetraron un golpe de Estado contra la honestidad que exige la sociedad.

En una maratónica sesión en la que se desahogaron los 11 dictámenes que conforman el entramado legislativo de dicho sistema contra la corrupción, de forma sistemática PRD-PAN y una parte del PRI se negaron a concordar el articulado al Sistema Nacional y los postulados contemplados por la —recientemente promulgada— Constitución Política de la Ciudad de México.

De nada sirvieron los argumentos, los reclamos y las presiones sociales: en cumplimiento de las directrices emanadas de la Jefatura de Gobierno, se determinó no ceder e imponer un esquema de impunidad fincado en la compra de lealtades y gratitudes sustentadas en los nombramientos que, en su momento, presentará al Legislativo el Ejecutivo local y que, bajo el esquema aprobado, con la excepción del contralor general, el resto de los candidatos serán ratificados por mayoría simple, violando así las disposiciones de las constituciones federal y local que establecen el requisito de lograr la mayoría calificada, es decir, la que se logra con la anuencia de las tres cuartas partes de los integrantes de la ALDF.

Al argumentar el voto en contra de la iniciativa de creación de la Ley de Auditoría y Control Interno de la Administración Pública de la Ciudad de México, como integrante de Morena alerté sobre el terrible flagelo que representa la corrupción, considerada por la ONU como “la peor forma de violencia política” y sustento de la Convención del 21 de agosto de 2013 que ratificó México.

Reflejando la patética realidad nacional, la ALDF ha privilegiado la simulación y el control del sistema, en pro de garantizar la impunidad a altos mandos y consciente de haber trasgredido leyes y normas morales en aras de beneficios particulares por sobre la exigencia social por erradicar esta distorsión del poder, causante de la tragedia cotidiana que asola y degrada a la ciudad y a la nación.

Así se garantizó la permanencia de un fiscal anticorrupción, aprobado por mayoría simple, que permanecerá en el cargo siete años —con lo que protegerá al sexenio saliente—, y que podrá ser ratificado por un periodo igual.

Además, este importante cargo se impondrá a las dos primeras legislaturas del primer Congreso de la Ciudad, ya que los defensores de la impunidad rechazaron la correcta lectura de la Constitución local, negando su clara disposición para otorgar a la I Legislatura la facultad de nombrar a dicho fiscal.

Parafraseando la advertencia del Quijote a Sancho: al “gobernador” Mancera se lo está llevando el diablo, a pesar de su obsesión por ascender a los cielos presidenciales.