Daniel Téllez

En De varias formas (Parentalia ediciones, 2017), Luis Miguel Aguilar tañe una vez más su particular estilo literario en el espectro de la poesía mexicana de fines del siglo XX y del presente. Como en sus anteriores libros, su poesía se materializa al amparo de un estilo volátil, que sobreviene de sus temas y enseres concretos y aterriza en la curiosidad del lector cómplice, quien se integra automáticamente a la escritura, haciendo de tripas corazón gracias a la inteligentísima ironía que el poeta formula. De varias formas es un agasajo de momentos y vuelcos inusitados para el lector común y una atmósfera poética de culto, para sus confesos lectores, por ser su obra poética rara y abierta a toda clase de aproximaciones literarias, como sucede con los clásicos.

Los “hechizos” en De varias formas, plaquette más reciente de la sexta tanda de la colección “Fervores”, son heterogéneos. Libros y labios a punto de ser lo que busca y encabalga —el poeta— entre versos y citas memorables: “Los libros a veces son labios besados en libros” o “Mientras la besaba, no el alma, un libro/ Quiso abrirse paso y llegar a sus labios. O este otro: “Y aquel otro desesperado: yo te meto en los libros/ Si de los libros me sacas con tus labios”.

La muerte y sus encerronas o cómo es capaz de detener su carrera, porque nada podría más la muerte que sentada “del tráfago a la vera”, apagar su aguijón, profetizar su propia muerte y según la verídica “fuente verdadera”: “Tiró con gran cansancio la guadaña/ Que cayó en el asfalto como un fardo”. Paradoja y divertida glosa del poeta a partir de una nota periodística del diario Reforma en su edición del 7 de abril de 2008.

El término “arrechucho” como pericia de la anécdota en ficción o la iluminación de la definición etimológica a favor del gozo confundido; de Joan Corominas y María Moliner, citados en el poema, al uso común y llamado moroso de quien fue suegra del poeta para arreciar el llamado urgente: “¡Arre, Chucho”, en los lindes de la blasfemia porque ya exaltados, la frontera de cristal se diluye entre la “Indisposición/ repentina y pasajera” al temor de rogar a Jesucristo cuando éste, moroso también al llamado, no responde y no queda más que ser irreverente: “É ben trovato. De la petición/ Reverencial, al mandato de plano/ Irreverente, que da en arrear, Señor,/ A Jesucristo”.

En el poema “Nueva metempsicosis”, el cuerpo y alma del poeta experimentan una serie de reencarnaciones, entre el apetito y la aprehensión de esencias femeninas, en una épica forense en cuya nómina están Cleopatra, Salomé, Melibea, Daisy Buchanan, Eurídice, Nerea, Helena, Melusina, Isolda, la India Brava, Rapunzel, la Sulamita, Margarita Gautier, entre otras, hasta lograr su definitiva liberación. Conocida como teoría de la transmigración de las almas y defendida por Platón por primera vez en “Menón o de la Virtud”, Luis Miguel Aguilar re-conceptualiza su metempsicosis porque reencarna antes de la muerte y es él mismo, animado y vital quien da rienda suelta, corporal y psíquicamente, en su jubilosa doctrina, al traspaso del alucine para vivificar cada santiamén, porque —revela el poeta— “Pachequear con Isabel es otro pedo, güey”, verso oído al paso en la Ciudad de México y citado a manera de epígrafe. Pachequiza o no, esta suerte de irradiación diseminada es una transmigración jocoseria, como también sucede en el poema “Canciones de ojos” donde cita más de una decena de títulos que a su vez son versos que abren los ojos y dibujan a los ciegos sus contornos musicales: “Ojos al cielo, cegados los ojos,/ Cantan los ciegos sus canciones de ojos”.

Mención aparte merecen los poemas “Rubén Darío (1867-1916)” y “Sonoro cenote”. En el primero, vasta maestría verbal bajo la libertad métrica de la silva, y escrito por el centenario de la muerte del nicaragüense, ronda la modulación de la plegaria y la solicitación del “Padre Nuestro”. Mediante un diálogo entre iguales, aunque asegura el poeta: “No acostumbro la segunda persona/ Del singular, a veces/ Ni para dirigirme a un mí-mismo;” deja constancia de la infinitud del modernista pese al horror actual de la literatura porque le confiesa a Darío: “Hasta tu ripio más raro refresca;/ El más decorativo de tus cisnes/ Hoy sigue siendo el Cisne./ ¿Quién cómo tú, tan Local/ And Global desde siempre?”.

En “Sonoro cenote”, el fragor de la anécdota porque los decibeles citadinos han perseguido al poeta hasta el Cenote Azul, muy cerca de Chetumal, da rostro a la petición que hace a un empleado del lugar, de bajarle “al musiruido infernal” de pantallas estridentes. Al ser ingratamente ignorada su petición de bajarle mucho más, hace caer al empleado “En la trampa responsiva;/ Porque le dije en un brote/ De impaciencia inspirativa:/ Le has de bajar y bajar/ Hasta que se oiga el cenote”.

Peripecias, intrigas, canciones, el habla popular, son urdimbre en la disertación poética de Luis Miguel Aguilar (Chetumal, 1956), cuyo vestido de docilidad y timbre narrativo, lo convierten en un discurso de perdurable construcción o, mejor dicho, el inacabado bastimento de un yo lírico en glosas y alegorías que son poemas. José Joaquín Blanco tiene razón cuando afirma: “con Luis Miguel Aguilar no hay límites ni compartimientos estancos, sino la aventura literaria total, en su jocunda plenitud”.