Carlos Santibáñez Andonegui

El reflejo de lo invisible, es la novela del cibernauta que da con lo fantástico y afirma así un sentido de nuestro tiempo: la integración del hombre común a los medios electrónicos. Lo vivido en lo virtual. (“Avancé hacia allí con el cursor, me detuve muy cerca de la puerta”).

Lo cotidiano explota en lo fantástico, y éste, en el terror. Como exploradores de realidad, nuestra aventura de hecho, ya es la de viajar a través de diferentes planos de lo real. Nuestra pregunta es: ¿Ahora que el diablo ya no nos espanta, lo fantástico nos permitirá acariciar la virtualidad de la muerte?

En una novela o relato fantástico, lo difícil es la segunda parte: aterrizar lo fantástico, a menos que la explicación sea igualmente maravillosa. Aquí esto ocurre hasta más allá de la mitad; el nudo empieza a desenredarse cerca del final; entonces casi toda la atención del lector se centra en el reflejo que el protagonista observa de sí mismo en su ventana. El reflejo representa para el autor la oportunidad de darse vuelo en lo maravilloso propiamente dicho, (“me pareció que la vida de ficción del reflejo era mejor que la mía”) el reflejo es esa codiciada mina donde lo maravilloso escapa aún a toda explicación racional, resorte por excelencia de este género.

El protagonista, Alfonso Alandaluz, alude con su apellido a la aculturación arábiga en España, vive en la Ciudad de México, en el rumbo de Mixcoac, del otro lado del anillo Periférico, donde estaba La Castañeda, ese gran manicomio de origen porfiriano pero abandonado a su suerte en la post revolución, que aclimató el barrio de Mixcoac, esa ciudad dentro de la ciudad en la novela llamada Colina del Lobo con su referente sobrenatural en una Colina de Escocia.

Precisamente porque la mina de oro de lo sobrenatural es que no haya explicación, el autor procura extender al máximo los minutos de felicidad que da lo invisible, (la película del reflejo en la ventana y lo que allí se vivía) y cuando ya el lector se muere por una explicación más racional que la sola realidad virtual de los reflejos, después de que el siquiatra tampoco alcanza a despejar la incógnita, viene al fin el revés de la magia: la explicación. A cuántos, la novela se les cae ahí. No así a Guzmán, cuya resolución es sistémica: si por sistema se entiende una colección de unidades reconocibles, y las unidades son aquí bloques sólidos como la idea de la muerte prehispánica, la ciudad antigua que encierra enigmas (toda una tradición en la novela recupera este factor, por ejemplo los sacrificios humanos en la calle de Tacuba, etcétera), a partir de ahí tendremos una provechosa lectura del valle de México como encuentro de culturas en el tiempo, frontera de lo real maravilloso, entre la evocación de los tenochcas que se decían hijos del sol, y un grupo de enfermeras que salen a tomarse la foto de fin de curso, elementos tales que valgan por lo gótico como las luces de la ciudad en su promesa todavía no cumplida, y señales que lo equivalgan como Edimburgo y sus castillos, permeadas en la vasta zona de edificios, donde si algún mensaje espera ser leído, es algo así como el último tren de la noche.

En la ennegrecida Colina del Lobo acechan seres de lo invisible. Si lo soporta Alfonso es por esas dos seductoras criaturas de las que el lector también acaba prendado pero después pasmado: Alejandra y Marcela: opuestas, pero equivalentes. Hay hitos del suspenso como cuando uno siente que lo van a matar y haberlo vivido ya en otra vida, o la noción de que llega la hora o la escalera es otra cosa, y “mi pequeño departamento es algo así como el centro entre este mundo y el otro” o la certeza de que sí se puede vivir después de muerto, y el terror se convierte en un “cosmos de paradojales sustituciones equivalentes”, que convergen en “un momento de miedo por todos lados” (p. 154).

La aventura fantástico cibernética que plantea, es la de viajar inmaterialmente entre dos siglos, el XX y el actual, a través del dilema de la comunicación, que si bien puede ser territorio de todos en todas partes y utopía hecha realidad (p. 196) también puede ser lo contrario, si donde dice territorio, ponemos terror. La sustitución o no depende de nosotros, paradojales viajeros de la red.

Una novela que dice a la condición humana algo más que somos: Nuestro drama ha dejado de ser el drama humano a secas, para convertirse en drama computacional. Quizá parezca ingenuo creer que hay una clase de movimiento inmaterial pero verdadero de los cuerpos. Sin embargo, las más profundas prácticas rituales de antaño, los más caros secretos de la narrativa clásica tradicional, jamás tendrían un referente como: “me dijo que me tenía una sorpresa, que me la haría llegar a mi computadora”. El reconocimiento es más que ecfrástico: nos vemos a través de otro que vio lo que estamos viendo. Como en las Meninas de Velázquez, el pintor español que se pintó a sí mismo, el punto de vista de la pintura es el de los ausentes del cuadro. Nuevos trabajos de ocultismo, tarot, limpias, etcétera, tendrán ahora la intención de ayudarnos a escapar de los evadidos del software. ¿Es la interconexión una oportunidad para la salvación de las almas, o su recuperación para el lado oscuro? El otro no requiere ya tocar a la puerta para que le abramos, ni llave, ni romper cerraduras. Entra por internet.

En El Reflejo de lo Invisible, el escritor Humberto Guzmán, acude a su cita con esta prueba de fuego, el género fantástico, al que él ha accedido a través de situaciones góticas y de terror.

Humberto Guzmán, El reflejo de lo invisible. Libros del Conde, México, 2017.