Sabemos bien que “todo lo sabemos entre todos”, como le gustaba citar a Alfonso Reyes; sabemos que en materia de arte puede haber guiños dirigidos a lectores cultos: intertextos, paratextos, hipotextos, paráfrasis, parodias, pastiches y otros tipos de transtextualidad, pues nada proviene de la nada y cualquier obra es producto de la cultura. No obstante, una cosa es la utilización de la cultura con fines lúdicos, tal como lo hicieron Cervantes, Joyce, Borges, García Ponce, Fuentes (en Aura, por ejemplo) y un sinnúmero de artistas, y otra muy distinta es simplemente copiar y pegar un texto ajeno y hacerlo pasar como propio, vergonzoso fenómeno tipificado como robo intelectual o plagio. Es vergonzoso (si es que tal categoría moral subsiste aún en algunos especímenes) porque denota la profunda mediocridad de quien lo comete: su carencia de voz, su impotencia para trabajar, reflexionar y generar algo propio, su profunda discapacidad mental, que lo hace anhelar ser como otro sin llegar a serlo (y sabiendo que jamás lo será). El plagiario de textos envidia e intenta ocupar la plaza de alguien más. Puede tener sus “razones” para hacer lo que hace: desde obtener alguna ganancia económica, conseguir cierta “fama”, “renombre” o “prestigio”, o incluso algún reconocimiento o premio (a menudo efímeros reflectores sobre una personalidad), hasta acreditar una materia u obtener un título académico (si es un escolar), en cuyo caso podría ahorrarse el trabajo, ya que en países como México, sumidos en la corrupción en todos los niveles, resulta relativamente fácil comprar o imprimir títulos, o mandar a hacer tesis.
Alguien me dijo una vez que para plagiar se requiere inteligencia, a fin de que nadie se dé cuenta del robo. Yo le cuestioné ese tipo de “inteligencia” argumentando que, por un lado, hay muchos tipos de inteligencia, y por otro, que el tipo de “inteligencia” del plagiario es en verdad primitiva, muy precaria, como la de un animal que por instinto de supervivencia roba o mata. En definitiva, la supuesta inteligencia del plagiario no se necesita ni en las universidades ni en las academias ni en ningún lugar adonde se va a ejercer el intelecto y el criterio, o adonde se va a ampliar las capacidades intelectuales para superarlas. La “inteligencia” del plagiario está más cerca de la astucia que de la reflexión sobre cualquier fenómeno cultural o natural. Le comenté lo anterior a mi colega de Filopalabra, la escritora y traductora Karina Castro, quien me respondió: “Yo lo llamaría simplemente astucia, como la del pícaro, a quien no puedes llamar inteligente, sino que se las arregla para sobrevivir con los recursos de los otros”. Es verdad: el pícaro tiene una pulsión, una conducta repetitiva, compulsiva; es un tipo que, como tipo, se repite a sí mismo sin cansancio, al igual que el ladrón, el corrupto o el plagiario. Seres mecánicos, automatizados, al carecer de personalidad y nadar en la inseguridad de la vida, no pueden concebir el mundo de modo propio, sino como “tipos”. Es cierto que nadie vive sólo con recursos propios, pero quien ya lo sabe lo reconoce, lo agradece y lo revela sin temor, sin ocultar, tal como lo hizo Borges, uno de los autores más humildes y por ello mismo más grandes de las letras: el autor “menos” original, el más lector de otros, es al mismo tiempo, tal vez, el más original de todos.