“La violencia parece la razón de ser de América Latina”, escribió Julio Barreiro en su libro Violencia política en América Latina. Lo evidente es que se ha convertido en un elemento inherente a nuestra realidad y, por tanto, a nuestro arte y literatura. Esta violencia, resultado muchas veces del repudio por el despojo y la humillación del pueblo, así como de las frecuentes agresiones a los derechos humanos por parte de economías o gobiernos represivos, ha tenido diversas manifestaciones y se ha caracterizado de modo distinto en la realidad y en las obras que pretenden reflejarla. La militarización de un país ante la impotencia del gobierno civil para controlar y abatir la corrupción de las policías (y la suya propia) producen una realidad pesadillesca en que resulta cada vez más costoso y arriesgado existir, salvo si se tienen los recursos económicos para vivir blindados, y se es lo suficientemente sinvergüenza e individualista como para desentenderse del entorno, postura que a la larga también perjudica al individualista.
Si la sistematización del terror se confunde con un sistema de autoridad dirigido por el poder que controla las instituciones de seguridad pública, ya podemos hablar, sin tapujos, de un régimen de terror del que ni los gobiernos civiles se escapan; es más, a veces lo promueven de modo tácito al usar indiscriminadamente al ejército, elevar impuestos, reducir las facilidades para superarse (por ejemplo, disminuir las oportunidades en salud y educación públicas), intimidar a la población con actos de destrucción encubiertos con un guión bien estructurado y otros muchos recursos.
Resulta simplista y maniqueo atribuir la violencia y el terror solo a la influencia externa o al imperialismo o neocoloniaje en que vivimos. En más de una ocasión los pueblos se han hartado de sus gobernantes a pesar de las presiones externas: solo necesitan un líder carismático y el apoyo de un gran sector nacionalista del ejército (¡poca cosa!). Un factor muy importante para la continuidad de la violencia es la complicidad interna, de los vende-patrias o aduladores, de la oligarquía que ha comprado la prosperidad de sus tataranietos con el dinero de los explotados. Lo único que podrá cambiar el panorama de América Latina y de los países de la periferia, de las naciones explotadas, es la toma de conciencia, la transformación moral de la oligarquía interna, el impulso a las empresas e industrias propias, las facilidades para que la gente las desarrolle y expanda, la canalización social y no la monopolización del capital. Pero los humanistas, desde Erasmo y Tomás Moro, y ya desde mucho antes, han acarreado consigo el desprecio o la burla de todas las formas de poder. De cualquier modo, seguirá siendo necesario el inconformismo del idealista, quien no se resigna a beber la realidad como se la entregan (es el inconformismo de don Quijote al pretender resucitar la Edad de oro en la de hierro). Sin dudas, el escritor latinoamericano, sin importar su ideología, ha contribuido a mostrar realidades, a metaforizarlas o representarlas y así encontrarse a sí mismo y a su entorno. Pero si la violencia, el miedo a la muerte y a la tortura, el neocolonialismo, la explotación de los débiles y el racismo se pudieran evitar con la palabra escrita, habría, como ya ha sucedido, autoridades que la prohibirían. Para algunos el arte debe ser sólo objeto de diversión y entretenimiento, formas bellas pero vacías de contenido.


