El surgimiento del capitalismo representó un amanecer de la humanidad que rompió las cadenas de la esclavitud y del feudalismo, para encontrar el sueño de la libertad y de la igualdad concretados en la Revolución Francesa de 1789 y en la Constitución norteamericana de 1787.
Este nuevo pensamiento liberal ha tenido, al menos, dos interpretaciones distintas, cuya concepción de la participación del Estado difiere de medio a medio. Para Keynes, el capitalismo social y la participación robusta del Estado es la columna que va a crear la demanda agregada, el pleno empleo y el desarrollo de la justicia social; para Milton Friedman y Von Hayek el Estado y el gobierno son ineficientes y corruptos, por lo que hay que adelgazarlos y darle a la apertura comercial —derribando las fronteras arancelarias— un nuevo enfoque para la economía global que denominamos neoliberalismo, donde el mercado y la acumulación del dinero es su signo fundamental.
En ambas interpretaciones el capitalismo avanza sobre dos rieles que se convierten en máscaras atractivas y que son el sistema democrático y la defensa de los derechos humanos.
Sin embargo, han surgido chipotes graves al capitalismo cuando, mezclado con el populismo y el nacionalismo exacerbado, se convierte en ese fantasma brutal que conocemos como fascismo; una verdadera lacra para el destino humano, y que hoy el filósofo Rob Riemen condena desde su pequeño, pero importante libro Para combatir esta era.
El nazismo fue la pesadilla más dantesca de este capitalismo autoritario, xenófobo y racista que despierta los odios y los resentimientos de las masas, señalando enemigos para su desarrollo; entonces fueron los judíos, los gitanos y los homosexuales; hoy, atrás del telón de las nuevas democracias se está gestando una nueva corriente que puede conducirnos a un nuevo holocausto.
El nacionalismo alemán renace en la última elección en la que nuevamente triunfó el partido de Angela Merkel, pero con menos votos; el partido de derecha de Marine Le Pen en Francia; de alguna manera, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea; y, muy señaladamente, la presidencia norteamericana de Donald Trump que condena, un día sí y otro también, a supuestos o reales enemigos, exaltando el odio racista, amenazando a Corea e Irán, saliéndose de la UNESCO y del Tratado de París, y pisoteando y vejando, desde posturas intolerables, a los negociadores mexicanos del TLCAN.
Por eso, la relación mexicano-norteamericana no puede estar sujeta al sometimiento ni al simple interés comercial de las grandes empresas que, si bien es cierto, son importantes para nuestro desarrollo, no son México, son simplemente parte de los intereses del gran capital.
Mucho cuidado de no confundirnos, las relaciones comerciales de México, Canadá y Estados Unidos podrán seguir de una u otra manera; no defendamos lo indefendible, ni aceptemos la indignidad del sometimiento brutal por la fuerza.
Por supuesto que México es mucho más que eso, es patria, es dignidad, es historia.
Con TLCAN o sin TLCAN, el desarrollo económico, político y social de México tendrá que seguir adelante.