Al llegar a Jerusalén, la ciudad bíblica, mítica, atemporal y eterna, recordé la frase atribuida a Napoleón frente a las pirámides de Egipto: “Cientos de siglos os contemplan”.
La milenaria ciudad por cuyas calles caminaron los personajes bíblicos: apóstoles, profetas, reyes y el propio Jesús de Nazaret; así como Saladino, Ricardo Corazón de León, los templarios, los señores árabes, por solo hablar de la antigüedad, tiene una magia, un imán, un atractivo, que la hace inigualable, única y sin igual.
En ella convergen dos mundos, dos culturas: Oriente y Occidente. Es la cuna de las tres más grandes religiones monoteístas: la judía, la musulmana y la cristiana. Recorrer sus calles despierta los sentidos, aviva las emociones, se siente el paso del tiempo. Visitar el Santo Sepulcro, la Mezquita de la Roca y la gran sinagoga reconforta el alma, serena el espíritu, nos hace sentir vivos y actuantes.
Las viejas murallas de la ciudad antigua encierran dolor, sangre, sufrimiento, pero también esperanza, amor, fraternidad, solidaridad. La ciudad enseña que, así como los seres humanos somos capaces de destruirnos, de atacarnos, de infligirnos dolor y sufrimiento, también podemos vivir en paz. Por encima de los gobiernos y sus mezquindades, los hombres podemos convivir y reír juntos.
El choque de las civilizaciones es innegable. Somos diferentes. La diferenciación es intelectual, corporal, de vestimenta, gastronómica, es imposible reconocernos en ellos, la semejanza que nos une es solo ser hombres. Su sentido del tiempo, del actuar esperando en tal o cual situación no coincide con nuestros paradigmas occidentales. Las miradas, el sentirse observado, juzgado es permanente. Por nuestra parte, observar, indagar, juzgar, admirar es parte de nuestra conducta: nos asombramos, nos interrogamos, nos admiramos, buscamos adaptarnos.
Recorrer parsimoniosamente y la vez con ansiedad la vía dolorosa, recrear el camino de Jesucristo con la cruz a cuestas, rezar en el Santo Sepulcro reconforta el espíritu. Es casi igual a cumplir la obligación musulmana de acudir, aunque sea solo una vez en la vida, a la Meca. Uno no puede dejar de maravillarse ante los milenarios olivos.
Por la memoria se deslizan a gran velocidad los recuerdos nemotécnicos de las películas que disfrutábamos en la Semana Santa de cada año. O los filmes sobre las cruzadas. Jerusalén, tan de los judíos, de los árabes y de los cristianos, que Dios te bendiga y tengas muchos siglos más de eternidad.