Por un lado una democracia que se resquebraja; por el otro, una dictadura que se perfila como la principal economía del planeta. Por el momento esa es la cruda realidad
Cara a cara, dos personajes disímbolos: un septuagenario magnate racista que presume de un dudoso Intelligence Quotient (I.Q.: cociente intelectual) superior al de sus colaboradores y que, como niño retrasado con rabieta, pretende aislar a su país mediante muros y ucases sin sentido cuando el mundo se ha globalizado; y, enfrente, un sexagenario luchador sobreviviente de la feroz matanza comunista de la época de Mao Tsé Tung, empeñado a fondo en terminar con la corrupción del sistema –pues tiene bien claro que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe de forma absoluta–, comprometido en una mayor “apertura” de China, que “no va a cerrar las puertas al mundo”, propósito que contrasta con el tono proteccionista que trata de imprimir a su administración el sucesor del primer mandatario mulato de Estados Unidos de América, Barack Hussein Obama, a quien odia hasta el absurdo.
En términos deportivos –que es lo que priva en todo el mundo–, el inflexible Xi Jinping le está ganando la partida al gordinflón Donald John Trump. Así de fácil, o de complicado. Como usted guste. Hace pocos días, al inaugurar el XIX Congreso del Partido Comunista de China, Xi Jinping proclamó una “nueva era” para su pobladísimo país. Y tenía razones para hacerlo, pues si se mide la situación de acuerdo a la “paridad de poder adquisitivo”, la economía china pronto será 40% más grande que la de Estados Unidos de América. Para 2049 podría ser tres veces más grande. Nunca, desde el “gran timonel” Mao, el sueño de grandeza de China ha dependido tanto de un solo hombre: Xi Jinping.
Así, a las nueve horas del miércoles 18 de octubre, el presidente Xi Jinping en el enorme salón del Gran Palacio del Pueblo fijó la fecha en la que el coloso asiático será un “líder global”: 2050. El recibimiento del mandatario fue apoteósico: más de 2,300 delegados estaban reunidos en el emblemático edificio situado en la histórica plaza de Tiananmen, el Tlatelolco chino.

En China todo parece mayestático. El discurso oficial duró tres horas y media. El mensaje se centró en la primacía de la nación asiática bajo el control absoluto del Partido Comunista (PCCh), sostenido por las fuerza armadas que se han convertido en “un ejército de primer orden mundial” para 2035 preparado para combatir. En este congreso, nadie dudó que el actual mandatario quería definir, una vez por todas, sus propósitos: combatir “la subversión, el terrorismo, el separatismo y el extremismo religioso”. Y dijo que el partido debe oponerse “de forma decidida a todos los intentos que pretendan debilitar, distorsionar o rechazar el liderazgo del mismo y la implantación del socialismo”. Y, con un difícil malabarismo dialéctico, definió como “dictadura democrática popular…el socialismo con las características chinas (que) entra en una nueva era”. Al respecto, la frase “nueva era” es la caracterización del mandato de Xi Jinping. Durante su largo discurso –muy a la Fidel Castro Ruz–, la repitió hasta en 36 ocasiones.
Pese a todo, no todo lo que reluce es oro. Por enésima ocasión desde 1949 cuando el PCCh se hizo completamente del poder en China continental, la “nueva era” no significa que mejore la situación de los derechos humanos en la potencia asiática. Tampoco se puede hablar de la democratización del régimen. El sistema es el mismo: un gobierno y un partido único situado en la cúspide, con una cadena burocrática que linda en la impunidad, y la corrupción (hay que decirlo) que el presidente Xi Jinping combate a carta cabal. Asimismo, en este país la libertad de expresión es letra muerta, el control oficial sobre los nuevos medios tecnológicos es absoluto, y la seguridad jurídica depende de que haga el ciudadano pues en China la disidencia, por más tranquila que sea, tiene sus consecuencias. Los ejemplos abundan. La “nueva era” solo es una máscara.
En su larga perorata, el mandatario puso en claro que las políticas puestas en práctica en sus primeros cinco años de gobierno, serán una continuación para el siguiente lustro y que no habrá espacio para la divergencia. De tal forma, el PCCh no “cometerá” los errores que cometieron otros partidos semejantes, como el ruso que en su momento dejaron la ortodoxia y terminaron defenestrados. Xi Jinping advirtió: “No debemos copiar mecánicamente los sistemas políticos de otros países”.
Pese a las quejas de inversionistas extranjeros avecindados en territorio chino, Jinping anunció relajar el acceso de los mismo y expandir su presencia en el sector “servicios” siguiendo con las reformas orientadas a fomentar el libre mercado. “Las puertas abiertas de China no se cerrarán, sino que se abrirán más”, señaló, frente al proteccionismo que abandera el mercurial presidente estadounidense, Donald Trump. En estas condiciones, los analistas afirman que el “nuevo timonel” pretende erigirse en adalid de la globalización y el libre comercio.
Pero, no hay que olvidar que China mantiene todavía importantes sectores de su economía, como la energía, el petróleo, las telecomunicaciones, los bancos y las infraestructuras, en manos de empresas estatales controladas por la “vieja guardia” del PCCh, que no quiere perder sus privilegios con aventuradas reformas.
Para calmar estas inquietudes, el mandatario abogó por “promover el fortalecimiento, la mejora y la expansión del capital estatal, así como prevenir de forma efectiva la pérdida de activos públicos y profundizar en la reforma de estas empresas…” El consenso es que con este congreso, Xi reforzó su poder, al revelarse como un dirigente mucho más decidido y ambicioso que su predecesor, Hu Jintao, tanto en el plano doméstico como en el internacional. Los analistas consideran que Xi Jinping se ha situado ya al mismo nivel de Mao Tsé Tung, el “padre de la patria”, y Deng Xiaoping, el artífice de la apertura al capitalismo.
A la vieja usanza, el presidente Xi Jinping fue interrumpido con aplausos hasta en 73 ocasiones durante su discurso. “Cada uno de nosotros en el Partido debemos hacer más para sostener su liderazgo y el sistema socialista chino y oponernos de forma decidida a todas las declaraciones y acciones que los socaven, distorsionen o nieguen”. Uno de los puntos más ovacionados fue cuando ratificó que Pekín nunca permitirá la independencia formal de Taiwán, la isla que permanece separada “de facto” del autoritario régimen chino desde la guerra civil en 1949, pero solo es reconocida por un puñado de países.
“No toleraremos que ningún individuo, organización o partido político, en ningún momento y de ningún modo, divida una sola parte del territorio chino”, dijo.

En los 203 minutos que duró su discurso, Xi no podía dejar al margen la campaña que ha sostenido, desde que tomó el poder, en 2012, contra la corrupción, en la que han sido castigados más de un millón de funcionarios y cuadros del Partido, así como 200 altos cargos locales. Además de depurar con políticas de austeridad el PCCh, la gigantesca organización que cuenta con 89 millones de miembros, Xi ha aprovechado esta lucha contra los corruptos para purgar a sus rivales dentro del partido. En su política de “tigres y moscas”, que persigue lo mismo a cuadros básicos que a los jefes más importantes, han caído relevantes figuras como Zhou Yongkang, antiguo responsable de la seguridad del Estado; Ling Jihua, hombre de las mayores confianzas del expresidente Hu Jintao, y Bo Xilai, detenido antes de que Xi tomara el poder, por el escandaloso asesinato a manos de su esposa, Gu Kailai, del socio británico, Neil Heywood, que les ayudaba a sacar su “dinero negro” del país.
Todo esto ha facilitado que Xi Jinping protagonice la mayor acumulación de poder desde los tiempos del “gran timonel”. Al terminar el congreso, el martes 25, se renovaría la cúpula del gobierno con la entrada de nuevos miembros en el todopoderoso Comité Permanente del Politburó. En teoría deberían retirarse cinco de sus siete miembros al haber alcanzado ya o hacerlo en el próximo lustro la edad de jubilación, fijada en 68 años. Todos, menos el presidente Xi y su primer ministro, Li Keqiang, que continuarán durante un segundo mandato de cinco años. A lo mejor, Jinping podría prolongar su mandato más allá de los diez años que establecen las normas no escritas del PCCh, para no repetir los desmanes que cometió Mao… Ya se verá. VALE.



