Por Vicente Herrasti

 

 

El Ambracia

Bienvenido era el silencio que, tras su partida, legaban los cormoranes y las gaviotas a los miserables del Ambracia. Un ocaso idéntico a otro medio centenar acompañaba la retirada de las aves y pronto —bien lo sabían aquellos que habían aprendido a mantenerse despiertos por las tardes— el muelle de Kibotos quedaría vacío de portadores, bestias, desempleados, guías y bribones. Como siempre, sobrevenía entonces el último atisbo de sol entre dorados y lilas que clausuraban la jornada. Después, estacionados en las aguas calmas del puerto de Eunostos a una distancia ya insoportable de la costa, la tripulación y los pasajeros del barco sólo distinguían las hogueras de la guardia y el cuerpo de inspectores. Acaso una procesión funeraria aderezaba la oscuridad del litoral en su trayecto a la necrópolis, pero escasos eran los muertos que transgredían la costumbre de quedar sepultos en el curso del día. Desde el Gran Puerto, al norte de la ciudad, o en las aguas del de Piratas, en Pharos, el espectáculo era más variado. Otros tendrían la suerte de presenciarlo. A ellos, hasta la panorámica de palacios u obeliscos les negaban. “Tal vez mañana”, murmuró un salador de pescados con el ánimo desvenado mientras jugaba a arrancar una astilla del tablado de popa. Y la nada venidera le bastaba para hacerse de palabras con Sepet, su astro preferido, o para embriagarse discreto con vino de cebada. No era el único absorto en nimiedades semejantes: conformes con la inminencia de la segunda luna nueva, la vecindad de otro carguero y un buque de guerra impasible, los más en el Ambracia se entregaban a la observación mecánica del cielo estrellado sin lograr sacudirse el espejismo de esa Alejandría en lontananza que, orgullosa y precavida, se negaba a recibirlos.

Razones de peso para tal determinación imaginaban en su fiel languidecer los de a bordo, aunque aparte del miedo a un brote de fiebres contagiosas por vapores envenenados de hombres o ganado manso, ninguna otra se les ocurría. Los condenados que las autoridades usaban como emisarios para comunicarse con el buque poco o nada podían aclarar sobre los verdaderos motivos que habían llevado a imponer la cuarentena. En varias ocasiones los solitarios remeros negaron que una pandemia hiciera estragos en tierra o que alguna plaga equivalente hubiera sido anunciada en otra provincia cercana. Lo cierto era que la medida se aplicaba a cuanto navío divisaban las flotas romanas o los imponentes cercuri egipcios que patrullaban las aguas costeras, independientemente del puerto de origen. Aún más extraña era la novedad reportada por un mensajero griego en el sentido de que incluso las embarcaciones que realizaban navegación de cabotaje, sin intención de tocar puerto en las inmediaciones, habían sido obligadas a estacionarse con la amenaza de ser echadas a pique por los celosos arietes. Absurdas resultaban las versiones de los condenados, pero de ninguna otra disponían los ahora moradores del Ambracia debido a la ausencia de comunicados escritos que abundaran en las anomalías o las causas de la situación. Las tentativas por obtener tan elemental información parecían no haber llegado a las manos indicadas en las garitas de Kibotos. Once cartas había confiado el capitán a otros tantos emisarios sin obtener respuesta. Ni siquiera una propina generosa servía para garantizar la entrega, pues los improvisados estafetas retornaban a la costa sabiendo que su ejecución era inminente terminada la encomienda. Cabizbajos por desdicha remaban los moribundos hacia un destino cierto tras descargar la provisión de agua potable, cerveza y víveres que enviaban las autoridades puntualmente. Por otra parte, no faltaban los desesperados que, con voz apenas audible, sugerían planes de escapatoria, pero estos eran abortados en los estadios iniciales por la presencia del cercuri que custodiaba a los enviados y a las embarcaciones detenidas. Nada ni nadie podría enfrentarlo o evadirlo para alejarse de las aguas de Eunostos que, convertidas en una suerte de lazareto, albergaban esa noche sólo a nueve de las cuatrocientas doce naves que el Ambracia encontrara a su llegada. ¿Por qué no levantaban la prohibición para ellos si el plazo se había cumplido de sobra? Algo tendría que ver el cuerpo. El maldito cuerpo.

Marineros y viajeros atribuían a ese cuerpo la prolongación de la cuarentena y sus ya incontables penurias, mas ninguno atinaba a explicar las circunstancias sin caer en contradicciones rayanas en la estupidez. Hombres y mujeres coincidían en que el extinto había abordado el barco en Laodicea poco antes de soltar las amarras, pero dejando atrás este punto de acuerdo los pormenores variaban hasta derivar en versiones tan dudosas como las que los remeros sentenciados ofrecían en sus visitas cotidianas. El grumete insistía en que el pasajero lindaba los sesenta años, mientras que la esposa de un peletero tripolino afirmaba que el señor, galante y bien parecido, tendría a lo más treinta y cinco. El capitán, no obstante haber negociado el costo del traslado hasta Alejandría, confesaba haber olvidado arrugas o lozanía, por lo que respecto a la edad del susodicho aducía reserva y desmemoria; seguro estaba, eso sí, de que el extraño cargaba un perrillo de lanas blanco, ya que, para sacar el dinero de entre sus ropas y liquidar los costes, fue menester que él mismo le sostuviera al chucho por un momento. Quien lo negara era un insensato y tal negativa adquirió, durante la primera discusión, la jerarquía de grave insulto, por lo que nadie volvió a cuestionar el asunto (so pena de despertar la ira del mandamás) a pesar de que ni rastro del perro recordaban la tripulación o los viajeros. En otro particular disentían el capitán y el resto: aquél pretendía que un acompañante había registrado un baúl mediano y cierto paquete envuelto en muselina para ser depositados en la bodega junto con la carga habitual, en tanto que los demás recordaban al ahora muerto solo en su abordaje, con las manos entrelazadas a la altura del pecho, sin bolsa, atado o equipaje. Una búsqueda exhaustiva en la bodega dio la razón a la mayoría, por lo que el capitán, estupefacto, optó por refugiarse en el puente comiendo almendras bañadas con miel de dátil para paliar el desaliento. Aprovechando su ausencia, uno de los pinches apuntó un hecho irrefutable: el anciano o galante caballero o lo que fuera jamás compartió la mesa de los principales ni fue servido en su minúsculo camarote desde su abordaje hasta el día del incidente.

*

Cincuenta y cuatro días habían transcurrido desde el inicio de la cuarentena. El tedio, los juegos de azar y la conversación menuda no bastaron para aplacar un remedo de algarabía que invadió al Ambracia cuando, reunidos en la proa, sus moradores contemplaron una interminable procesión de antorchas que iluminaban el cielo cual si el sol, desdiciéndose de una retirada intempestiva, enmendara a tiempo el error para solazarse con los cantos provenientes de Rhakotis, el barrio griego. Una humareda difusa compuesta de incienso, asados, confites y fuegos ceremoniales descendía lenta, burlándose de las murallas para internarse en la plácida negrura del Eunostos. Y hasta el barco parecían llegar la bruma festiva, la música de flautas, de trompetas, el retintín de los címbalos, el rumor de los tambores, asiéndose imperceptible pero firmemente a la barandilla. Una bellísima ingenuidad dominaba a los más emotivos que, sintiéndose partícipes de la honra anual a Serapis como si en tierra firme departieran, entonaban cada cual su himno, su plegaria, fundiéndose en la intención del coro aquel. Los silentes estiraban el cuello para entrever la magnificencia alejandrina de que se hablaba en todo punto cardinal y sus rincones con familiaridad improbable, con nostalgia imposible o, en casos aislados, con experiencia inobjetable.

Sólo un pasajero mostraba indiferencia ante los jirones del festival. El anónimo de edad incierta perdía la mirada a estribor sin que prodigio alguno justificara el extravío. A no ser por el vaivén hipnótico de mástiles y palos menores, difícil era explicar la fijeza y el nulo parpadeo de sus ojos verdipardos, las cejas enarcadas. Entre la borda y su inmovilidad mediaban dos codos al menos, lo que aunado a sus tobillos apretados y a la evidente falta de apoyo, daba al extraño la apariencia de un monumento inanimado que entrecruzara en arrobo las manos sobre el esternón para no salir ya de ese estado nunca más. Una paradoja en sí constituía su equilibrio perfecto en la postura antedicha, considerando que las aguas, aunque calmas, reavivaban por momentos su natural de mar abierto. Todo esto observaba Kerit, un imberbe que, con su nombre de afluente y quince años a cuestas, se parapetaba tras un par de velámenes rotos para no importunar. En tres ocasiones se había topado con el imperturbable durante el viaje sin que éste reparara en la hermosura que los infieles del barco destacaban como su atributo principal. Indiferente a los halagos, no lo era Kerit ante la fiera autosuficiencia y el mutismo sistemático con que el extraño rechazaba cualquier intercambio. Ya se tratara de una amable invitación a la merienda o de la noticia infausta de la cuarentena, el hombre se limitaba a sonreír antes de volver la espalda para desaparecer por días enteros en su camareta, pero en aquella incipiente noche de Serapis la sonrisa característica había desertado el rostro llevándose consigo la amenaza implícita en el gesto. Cuánta razón tenía el rabino de la Santa Casa al decir que el soberbio sin desdén semeja ánfora quebrada. Así de frágil se le antojaba el impávido al muchacho que, animado por el vino escanciado en la proa, decidió por fin salir de su escondrijo dispuesto a conversar. Con las manos a la espalda y la parsimonia de un noctámbulo que busca en el aire fresco el antídoto al insomnio, Kerit se aproximó fingiendo naturalidad. Tras saludar amablemente sin obtener respuesta, hizo una pausa para luego apoyarse en la barandilla y darse a la tarea de contar las naves visibles desde ese costado del Ambracia. En las más cercanas logró distinguir grupos de espectadores entretenidos con la procesión de Rhakotis, rito idólatra cuyo encanto despreciaba el joven sin miramientos.

—Quiera Dios que la espera termine pronto —insistió Kerit en hebreo esta vez, deseando que el desconocido reaccionara favorablemente.

—Dos lunas, ni un día más, hermano del Jordán —escuchó el mozo inquietado por el aire casual y la seguridad con que el hombre había mencionado el río.

*Fragmento de la novela “Fue”, de Vicente Herrasti (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.