En entregas precedentes destacamos cuatro casos que acreditan la hondura de la crisis de derechos humanos que estamos viviendo los mexicanos. Dos de ellos están captados en sendas recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos: la matanza de Tanhuato, en la que 42 personas fueron abatidas utilizando helicópteros artillados que disparan 2,500 balas por minuto, y el indiscriminado y cruel ataque perpetrado en contra de la población civil de Nochixtlán el 19 de junio de 2016.

La extrema maldad inherente a esas masacres está también presente en la trágica desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa y en la espiral de torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas ocurridas en tiempos recientes en el estado de Coahuila; las cuales están colocadas en el ojo crítico de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Un hilo conductor enlaza esas atrocidades. Se trata de la horrenda patología de la necrofilia, a la que el gran humanista Erich Fromm se refiere en su célebre obra El corazón del hombre evocando el destemplado grito de “¡Viva la muerte!” que lanzó al aire el general falangista Millán Astray al momento de la toma de la legendaria universidad de Salamanca.

Efectivamente, la violencia generalizada que azota el país tiene un núcleo duro y este es, ni más ni menos, el brutal menosprecio a la vida que se ha enquistado en el interior de las estructuras gubernamentales. Si bien es un fenómeno de larga data, sin lugar a dudas ha experimentado un escalamiento a niveles inéditos a raíz de que las fuerzas armadas fueron echadas a la calle, gestándose un verdadero conflicto armado interno ajeno por completo a las normas imperativas del derecho internacional humanitario.

Si todo esto es de suyo particularmente grave, más lo es el hecho de que la participación de la milicia en tareas de seguridad pública que están constitucionalmente reservadas a los civiles, no solo no ha alcanzado los resultados esperados en el combate a la delincuencia organizada, sino que ha dejado una estela de horror y de muerte. Lo que fue evidenciado por el representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos durante su intervención en un foro realizado en las instalaciones de la Universidad Iberoamericana.

La conclusión cae por su propio peso: hay que desterrar la necrofilia gubernamental y para ello es impostergable: I) luchar por el imperio de la biofilia, el imperio de la cultura del respeto a la vida, el imperio de la cultura de la paz; II) parar la absurda guerra interna iniciada hace 11 años; III) programar el regreso de las tropas a los cuarteles; IV) cancelar la iniciativa Mérida y la incursión en el comando sur; V) rediseñar las políticas de seguridad pública con base en la ecuación de más inteligencia y menos despliegue de fuerza; VI) llevar ante la justicia a los responsables materiales y por cadena de mando de los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos a lo largo de estos fatídicos años.