Josefina Vicens (1911-1988) es una de las escritoras más relevantes de la literatura mexicana: autora de una obra literaria tan breve como inusitada: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1982), casi un cuarto de siglo median entre ambas novelas. La primera fue merecedora del Premio Xavier Villaurrutia, antes lo obtuvieron Juan Rulfo por Pedro Páramo (1955) y Octavio Paz por El arco y la lira (1956). Y por la segunda recibió el Premio Juchimán de la Universidad Autónoma de Tabasco. Llegó a ocupar el cargo de presidenta de la Academia de Artes de Ciencias y Artes Cinematográficas.
Su madre fue tabasqueña y su padre español. Estudió letras e historia en la UNAM. Fue defensora de las minorías, militante política y activa feminista; sus artículos sobre política se publicaron con el seudónimo Diógenes García; asimismo fue cronista taurina; Pepe Faroles fue su sobrenombre al publicar Sol y Sombra.

Josefina Vicens
Periodismo y cine
Incursionó en el periodismo y el cine. Su primer trabajo, Aviso de ocasión, llamó la atención de Gabriel Figueroa, y la instó a seguir escribiendo; asimismo se desempeñó como argumentista, adaptadora y guionista, también, para televisión. Su primer guion para cine fue La rival (1954), película de Chano Urueta.
Su trabajo como guionista fue reconocido en dos ocasiones con el Premio Ariel, que otorga la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, por Renuncia por motivos de salud (1975), de Rafael Baledón, y Los perros de Dios (1973), dirigida por Francisco Villar.
También colaboró, junto con Juan de la Cabada y Elena Garro, en Las señoritas Vivanco (1959), dirigida por Mauricio de la Serna en la que actúan celebridades como Sara García, Prudencia Grifell, Pedro Armendáriz y Ana Luisa Peluffo.
Letras
La metaficción, narración signada por la autorreferencialidad —desde la reflexión hasta los hechos— está presente en El libro vacío, centrado en uno de los temas y motivos existenciales que rodean a los escritores. El vacío se liga a la esterilidad; el extravío a la muerte. Vicens, sin duda, convivió con la sombra de los eriales ante el papel en blanco; ella tenía 47 años cuando publicó su primera novela. Además, significa la voz de un hombre ordinario sobreviviente de la baja y generosa burocracia; es el monólogo de un hombre a los 56 años de edad que revela desde enfoques distintos su obsesión por la escritura; se confiesa derrotado, pero el lector, en muchos pasajes lo ve levantarse de la depresión, cargado de ideas y estímulos para emprender de una vez por todas su novela.
Nos describe su angustia ante la imposibilidad de pergeñar frases, al menos, que sean el germen, el esqueleto de un borrador. A cambio describe, incluso con cierto regodeo, los sinsabores de la vida cotidiana con una esposa dominante y un hijo enfermizo y aletargado; la rutina se rompe con la presencia de una amante. Los balbuceos de Augusto de la Rosa, protagonista de José García, son sobre la nada, la atmósfera que lo oprime ante la hoja en blanco.
En una misiva —que se integró al prefacio de la segunda edición de la novela—, Octavio Paz le escribe a Vicens: “Pues ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que «nada tiene que decir»? Nos dice «nada» y esa nada —que es la de todos nosotros—, se convierte por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres”.
Al situar a Vicens, Paz señaló que formó parte de la tradición de escritores mexicanos con “obra reducida mas no limitada”.
El vacío es una imagen de la ausencia de la palabra: imperiosa y sagrada, respectivamente, para la humanidad y para los escritores y creadores, desde los parlamentos de la voz. A esa carencia se enfrentan los creadores, los humanistas, los pensadores, los científicos, y la superan con la realización de proyectos y obras. En suma, ese vacío, en su polisemia implica la muerte, quien nos acecha a lo largo de la existencia.
El libro vacío es una rareza en nuestra literatura; es la suma de muchas tradiciones de las que se alimentó Vicens; de una austeridad, digamos, implacable. En este sentido se le ha vinculado con el Ortega y Gasset de La deshumanización del arte (1925); en la defensa de un arte para minorías, asentado en la originalidad, en la pureza y el refinamiento. También representa el descenso a la oscuridad y resplandores de la psique. La introspección de José García nos recuerda el autocuestionamiento de Juan Pablo Castel, protagonista de la más célebre de las novelas de Ernesto Sábato: El túnel (1948).
El libro vacío es un hallazgo al lograr la plenitud del estilo sobrio y ceñido, describiendo la esterilidad, la nada: como señala Christopher Domínguez Michael, aquí la escritura es advertible como “ese deseo sin placer”.
El reclamo de un hijo
En Los años falsos, asistimos a una charla, desde la imaginación, entre Luis Alfonso Fernández y su padre, quien ha muerto cuatro años antes, hecho que permite, sobre todo exige, al vástago ocupar el lugar real del progenitor. Lo cierto es que esa adjudicación alcanza en lo simbólico una trama que va más allá del drama o la explicación de un patriarcado y machismo descomunal; es una mirada a los fetiches, parafilias, prejuicios que han rodeado a la humanidad: desde el mito hasta el crimen; del deseo al sometimiento; de la autoridad a la violencia.
El joven fortalece su papel, vinculándose, también, con la amante de su padre. Es un periplo de una familia unida por los atavismos de las genealogías, las rutinas de un sector de la población urbana que heredó las promesas y los engaños de los caudillos revolucionarios.
La religiosidad funge como una dinámica que justifica, enmienda y culpabiliza a los personajes desde la fe, además de ser el eje del protagonista represor (en el presente) reprimido (histórica y socialmente). En esa conversación, el hijo reclama a su padre los lastres que él ha heredado y ejerce.
Esperamos con expectación, ahora, la biografía de la investigadora Norma Lojero, Josefina Vicens. Una vida a contracorriente… sumamente apasionada, México, UAM, 2017.
Josefina Vicens, El libro vacío y Los años falsos, México, FCE, Letras Mexicanas, 2012 (prólogo de Aline Pettersson).