Ricardo Muñoz Munguía

Una mascota —que, para muchos, no se puede llamar de ese modo—, un árbol, un ser que nos acompaña…, ¿será posible que pueda contagiarse de nosotros, de nuestro sentir?

Dos experiencias me han llamado la atención sobremanera. La primera, mientras veía una serie titulada “El Puntero”, en Netflix, algunas escenas y el peso de toda la historia me llevaron a entristecerme, esto fue el motivo para que mis dos acompañantes: un par de perritas de la raza Pinscher (dóberman miniatura), al verme, alzando sus orejitas, casi al mismo tiempo se levantaron para irse a acostarse a mi lado, acomodando sus cabecitas, clavándoseme entre mis brazos. Por supuesto, un abrigo pude sentir ante esta presencia doble que me marcó, que me alivió de cierto modo ante lo que me provocaba esas imágenes.

Otra experiencia, fue con un árbol que planté hace trece años, cuando precisamente me incorporé a un equipo laboral en la UNAM, coincidió que compré casi por accidente un pino pequeño, de unos cincuenta centímetros, y lo ubiqué al centro del patio, un lugar que le venía bien ya por el sol, ya porque se levantaba a la vista de todos con una presencia frondosa y muy viva. Lo extraño sucedió hace más o menos medio año, cuando me despiden de la UNAM. Entonces recordé, sentado a un lado del árbol, que al ingresar a ese trabajo ahí había plantado el árbol. Durante el tiempo venidero continué con la rutina de darle su dosis de agua dos veces por semana pero, por extraño que parezca, sus ramas fueron cambiando a un color amarillento. Conforme ya habían transcurrido unos tres meses, el árbol se veían en franca agonía; yo continué con lo que creí lo mejor: aflojé la tierra y le iba quitando las ramitas secas pero, más adelante, una rama más grande se rompió, así, hasta que prácticamente murió. Se volvió peligroso porque en lugar de ramas verdes, eran trozos secos puntiagudos, por eso tuve que cortarlo por completo, lo que fue algo fácil, pues sólo era empujarlo pero, por lo necesario, tuve que arrancarlo de raíz yo sólo, lo que me costó mucho trabajo y, al final, mucho comprendí que el pino se contagió de mi sentir. Se secó sin razón, igual que sin razón y sin justificación fue mi despido.

Los seres que nos acompañan, lo puedo afirmar, son una extensión de nosotros. Por ende, una responsabilidad importante que debemos sostener con los debidos cuidados porque son más que una coraza, son, como diría Sabines, “como un tercer ojo, como otro pie que sólo yo sé que tuve”.