Por Fernanda Solórzano*

 

LAS MÁSCARAS DE LA VIOLENCIA

Cuatro jóvenes avanzan a lo largo de un muelle, al ras de las aguas de un río. Caminan uno al lado del otro, y van vestidos igual: camisa y pantalón blancos, botas militares negras, bombín del mismo color y protector de genitales por encima del pantalón. Uno de ellos lleva un bastón de madera que sostiene con ambas manos. A diferencia del resto, camina con pasos firmes y tiene una expresión tensa. Parece ensimismado, como buscando la manera de remediar una situación. De pronto, se para en seco. Brinca sobre su sitio y extiende el bastón sobre el pubis del hombre que camina a su izquierda. Remata el ataque con una patada en el vientre, y el agredido cae al agua doblado por el dolor. El más robusto de los cuatro intenta defender al caído: saca una cadena larga y la gira en el aire con el fin de golpear al agresor. Éste la esquiva fácilmente, y el otro también cae al río arrastrado por su propio impulso. En un gesto inesperado, el que empezó la pelea le tiende la mano al que acaba de caer. Éste acepta la ayuda y lo sujeta de vuelta. En cuclillas, Alex desenvaina el cuchillo que guardaba en su bastón y traza un corte largo en la mano de su amigo que aún chapotea en el agua. La sangre colorea la rajada. “Ahora ya saben quién es su maestro y líder”, dice para sí mismo el que unos momentos antes rumiaba una solución.

Ellos eran los censores: los únicos autorizados para decir qué era arte y qué no. Por esa sola razón, cuando el ministro del Interior de Inglaterra declaró que exigiría ver cierta película antes de su estreno en salas, los miembros del Consejo Británico para la Censura Cinematográfica expresaron su indignación. Nunca antes un funcionario público se había entrometido de esa manera en asuntos de cultura, ya no se diga pretendiendo tener la palabra final. Esta vez, sin embargo, el político conservador Reginald Maudling había oído rumores sobre una película especialmente provocadora, que junto con otras había puesto “de moda” el cine violento a principios de los años setenta. Según algunas voces en puestos de autoridad, obras como ésta agitaban al público y cuestionaban el sistema judicial.

La película que preocupaba al ministro se llamaba La naranja mecánica, y trataba de un grupo de jóvenes que tenían como pasatiempo robar, violar y matar. Contaba la historia de Alex, su carismático líder, y de los castigos a los cuales los sometía el Estado antes de reintegrarlos a las filas de la sociedad. Se basaba en la novela de un escritor inglés, Anthony Burgess, pero el autor de la versión en cine era un judío neoyorquino que llevaba algunos años residiendo en Inglaterra. Su nombre era Stanley Kubrick, un director entonces ya conocido por sus películas de temática oscura y un estilo visual que no recordaba al de nadie más.

La novela de Burgess era, de por sí, bastante explícita en su violencia: no se andaba por las ramas para describir los ataques, ni mostraba compasión por las víctimas. Quedaba claro que el héroe era Alex, y que la crónica íntima y vigorosa de sus aventuras convertía al lector casi en partícipe —si no es que en cómplice— de la acción. Pero Kubrick, con su película, iba mucho más allá. Un ojo bien entrenado, un sentido de la composición único, y su tesis de que “las películas, como los sueños, demandan la suspensión del juicio moral”, hacían que su adaptación de la historia no sólo entretuviera sino que fascinara al espectador.

Mucho tenía que ver con las imágenes seductoras. A pesar de que la novela se situaba en un tiempo futuro, Kubrick decidió filmarla en locaciones ya existentes: edificios y paisajes extraños, desolados, que evocaban la idea de un mundo mecanizado y gris. En vez de seguir el método convencional de pedir a un grupo de scouters que buscaran y fotografiaran posibles escenarios, Kubrick consultó revistas de arquitectura de la década anterior y escogió los lugares a los que se trasladaría a filmar.

Para interpretar al adolescente Alex, Kubrick contrató al ya nada adolescente Malcolm McDowell. Era un actor de más edad que el personaje, pero Kubrick no consideró a nadie más para el papel. Según él, McDowell poseía un tipo de genialidad único y perfecto para encarnar a Alex, “una de las más sorprendentes y disfrutables invenciones de la ficción”.

Durante el rodaje de la película, la identificación que hacía Kubrick entre actor y personaje pasó varias veces de la idea a la acción. Para filmar las escenas en las que Alex es forzado a ver imágenes brutales, y para lo cual el grupo de médicos le abre los ojos con unas pinzas que le impiden parpadear, Kubrick consiguió un aparato utilizado para esos fines (pero en otras circunstancias) en procedimientos quirúrgicos. Es decir, el tormento era real. Dada su costumbre de hacer decenas y decenas de tomas para cada escena, Kubrick consiguió que los gritos y las súplicas de Alex vinieran del dolor que en realidad sentía McDowell. La toma “quedó lista” cuando el actor se rasgó la retina en un intento de zafarse de la silla y los amarres.

Con todo, la genialidad que Kubrick veía en McDowell se manifestó en otros momentos más placenteros para ambos. Durante la filmación de la escena en la que Alex y sus amigos atacan a un escritor paralítico (y luego violan a su esposa), Kubrick pidió a su actor que entonara alguna canción. McDowell lo pensó un segundo y comenzó a tararear el coro de “Cantando bajo la lluvia”. Remataba cada línea con un golpe —bastonazo o patada— a las víctimas. A Kubrick le pareció fantástico. Se convertiría en una de las escenas más memorables del cine, pero a corto plazo, cuando salió a la luz, le traería varios dolores de cabeza a su director.

Cuando el ministro del Interior pidió una función de preestreno de La naranja mecánica, el Consejo de Censura ya la había analizado y había llegado a una conclusión: pasaría sin un solo corte ni sugerencia de edición. A pesar de que en la primera mitad se ve claramente a Alex y a sus amigos atacando a un mendigo, violando a una mujer y aplastándole la cabeza a otra con una escultura en forma de falo, los censores decidieron que, vista en su conjunto, la película funcionaba, y que la historia justificaba la violencia del principio. No sólo eso —contaría años después uno de los censores—, el Consejo reconocía que tenía frente a sí una película “de ligas mayores”. Si el político la vetaba o ponía obstáculos a su exhibición —al final no lo hizo— atentaría en contra del arte, y ellos quedarían expuestos como títeres del aparato oficial.

La película se estrenó en Inglaterra el 13 de enero de 1972. Aun con el respaldo del órgano censor hubo varios personajes que desde un principio se opusieron a su exhibición. Por un lado, estaban los políticos que —como Maudling— creían que la película subestimaba el poder del Estado y la capacidad de la policía para imponer orden en las calles. Por otro, grupos conservadores como el llamado Festival de la Luz (un grupo que hasta la fecha denuncia lo que considera corrosivo para la sociedad) organizaron campañas en contra de lo que consideraban una falta de supervisión de lo que llegaba a las pantallas. Todo esto se convirtió en carne de la prensa amarilla, que reproducía las opiniones de quienes la consideraban obscena, y obligaba al Consejo para la Censura a defender su decisión.

Apenas un mes antes, el 19 de diciembre de 1971, La naranja mecánica se había estrenado en Nueva York. A pesar de que en Estados Unidos Kubrick ya era visto como un director serio y respetado por la crítica, su película recibió la temida clasificación X asociada con la pornografía. Cada vez que una película recibía esa clasificación, los medios se negaban a promoverla. Desde Inglaterra Kubrick expresó su indignación. Como respuesta, uno de los miembros más importantes de la Motion Picture Association of America (MPPA),(el órgano que decide las clasificaciones en Estados Unidos) viajó hasta Londres para explicarle que la decisión había sido tomada no por considerar que su película fuera vulgar, sino para evitar que, en adelante, los directores de películas que sí eran pornográficas citaran como precedente La naranja mecánica y se valieran de trucos técnicos (como acelerar la velocidad de cámara: recurso que usó Kubrick para filmar una orgía) para luego argumentar que su película también era arte. Kubrick aceptó la lógica de la explicación. El miembro de la MPAA, por su lado, hizo pública su frustración: dijo que le parecía lamentable que no existiera una clasificación de películas para adultos, pero de calidad excepcional. En agosto del año siguiente, Kubrick recortaría treinta segundos de material explícito con el fin de obtener la clasificación R (que advierte de los contenidos, pero le da cierta legitimidad). En adelante, en Estados Unidos circularían dos versiones de La naranja mecánica.

Igual que en Inglaterra, la prensa estadounidense arremetió contra la película. Cuando el periódico The Detroit News hizo saber a sus lectores que no aceptaría en sus páginas anuncios de películas violentas, aunque fueran pagados, Kubrick le envió una carta en la que comparaba su decisión de “proteger” y “purificar” la mente de los lectores con las palabras de “otro árbitro” de la moral pública y el gusto nacional. Para sostener su punto, citaba: “[Las obras de arte] que encuentran su público en neuróticos receptivos a basura nociva, no van a afectar en adelante a la gente. Nos hemos propuesto liberar a la nación de todas las influencias que amenacen su existencia y su carácter”. Eran las palabras de Adolf Hitler a propósito de la muestra “Arte degenerado”, montada por los nazis para desacreditar el modernismo y advertir a la gente sobre los peligros de un arte “salvaje”.

Las reacciones de la crítica a la película iban de un extremo al otro. En el entonces popular The Dick Cavett Show (el primer programa de televisión al que Ingmar Bergman concedió una entrevista), el crítico John Simon incluyó La naranja mecánica en su lista de las diez peores películas de la historia. En el periódico Daily News de Nueva York, el crítico Rex Reed escribió que Kubrick era “un genio”, y que La naranja mecánica era “una experiencia avasalladora, de una originalidad impresionante que afecta varios niveles de conciencia”.

El idolatrado crítico Andrew Sarris, quien diez años antes introdujo en Estados Unidos la teoría francesa del auteur, escribió en The Village Voice que “La naranja mecánica se manifiesta en la pantalla como una fantasía futurista indolora, sin sangre, y, en última instancia, aburrida”. Más adelante en la nota deja asomar su rechazo por el cine que, según él, rendía culto a la violencia, y que mostraba a personas “golpeándose unas a otras en nombre de la libertad de expresión”. Luego vuelve a mostrar indiferencia hacia Kubrick: “Pero eso no tiene que ver nada con el fracaso que es La naranja mecánica. Lo que tenemos aquí es simplemente una falsedad pretenciosa”.

Incluso la rival legendaria de Sarris, la crítica Pauline Kael, coincidía con él. Esto no era poca cosa. Kael era la crítica más influyente de la época, conocida por aplaudir películas que transgredían códigos convencionales, sobre todo los relacionados con sexo y violencia. Aun así, en su reseña de The New Yorker se preguntaba cómo era posible que la gente hablara de la genialidad de las películas y no se diera cuenta de que los directores buscaban “congraciarse” con los maleantes que había entre el público.

*Fragmento del libro Misterios de la sala oscura. Ensayos sobre el cine y su tiempo (Taurus, 2017), de Fernanda Solórzano. Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.