Por Mercedes Cebrián
Veníamos de ser reinas con nuestro pequeño príncipe arrugando el protocolo. Vuelo en primera a España, hotel cinco estrellas en Donostia y almuerzos que podrían haber valido la hipoteca de nuestra casa durante los que nuestro hijo Furio era capaz de revolear el menú infantil antes de que los mariscos explotaran en nuestra boca. Había ganado mis privilegios como consorte, la verdadera invitada al Festival de Cine de San Sebastián era Albertina. Como jurado de ópera prima, a ella le tocaba ver más de una docena de películas, sostener tertulias, farfullar en inglés y pelear para que la mirada romántica de los europeos sobre la marginalidad en América Latina no se llevara los premios; el cine es su arte, tanto como la pelea. A mí, en cambio, me tocaba recorrer la ciudad encantada empujando el cochecito, evitar que Furio comiera arena de la famosa concha y poner cara de nada frente a los mozos que ya conocían el escándalo de cubiertos y platos estallados que era capaz de provocar en el desayuno y que yo no me pensaba perder de ninguna manera porque oportunidades así una no sabe cuándo se van a repetir.
Terminado el festival, iniciamos un viaje de exploración, perdiéndonos de a ratos por los caminos del país vasco en un auto alquilado y con un mapa de papel. No era un gran plan para Furio, odiaba la sillita y el amarre del cinturón de seguridad pero nosotras estábamos dispuestas a aprovechar. A gastarnos los últimos dólares de la herencia que Albertina recibió saltándose la generación de sus padres por razones de fuerza mayor. Cuando entramos a Irún, tan perdidas como siempre, nuestro viaje y nuestra paciencia de madres estaba terminando. No había ningún encanto en esa ciudad industrial más que las banderas rojas y negras que colgaban de los balcones pidiendo por la vuelta a casa de unos presos políticos en euskera. Ese rasgo militante me daba alguna sensación de pertenencia, siempre me tocaron el corazón las causas populares y aunque no tenía la traducción exacta y olía cierto tufillo a nacionalismo, los trapos flameando me daban la ilusión de una lucha que no se abandona. Creo que habían pasado ya un par de horas desde el mediodía. No sabíamos a dónde íbamos porque por toda seña teníamos la afirmación de un músico contestatario, jurado del festival y único aliado de Albertina en las discusiones finales, que nos había invitado a pasar la última noche en su casa supongo que por razones parecidas a esas que a mí me ligaban a las banderas negras. “Cuando entren a la ciudad pregunten por mí, todo el mundo sabe dónde vivo”, había dicho Fermín antes de despedirnos. Pero ¿a quién le íbamos a preguntar? ¿A la mujer de portafolios, al hombre de overol, a los chicos que fumaban con uniformes de colegio? Las dimensiones de Irun nos hicieron dudar de inmediato de su voluntad de alojarnos. Avanzamos de todos modos hacia el centro histórico porque eran los únicos carteles con alguna indicación prometedora. Furio ya no soportaba el encierro y el hambre y nosotras apenas podíamos con él y con nuestro propio malhumor. Además, nos hacíamos pis. Como siempre en circunstancias como esa, discutíamos, y para colmo mi teléfono empezó a sonar una vez, dos, tres. Imposible encontrarlo, nada más inútil que un teléfono celular argentino en España. Sólo estaba prendido por las dudas, el último tramo del cordón umbilical con mi hija que había quedado en Buenos Aires. Que sonara así, insistente, sólo podía ser una mala señal y el aparato se escondía. La última vez que había despreciado su timbre de emergencia estando fuera del país, Naná me había llamado para decirme que se casaba, que se casaba al día siguiente de ese llamado y era obvio que no tendría manera de estar en la ceremonia. Mi hija sabía que para salir de donde estaba tenía que tomar un camión que me sacara de en medio de los médanos, un ómnibus y un ferry para cruzar el Río de la Plata; lo sabía porque en ese lugar habíamos pasado nuestras mejores vacaciones juntas. ¿Por qué me hacía eso?
—Bueno, mamá, es difícil hablar con vos.
—¿Es difícil decirme que te casás?
—Te lo estoy diciendo, ¿no? Además, no invitamos a nadie.
La conversación se cortó enseguida, la mala señal de los teléfonos en una playa donde no hay luz eléctrica ni agua corriente me dejó lagrimeando junto al único enchufe disponible para cargar baterías en ese pequeño poblado de pescadores y bohemios donde flotan juntos el olor a transpiración, a marihuana y al cadáver de los lobos marinos que mueren en la playa.
No quería imaginarme qué podía pasar ahora que el océano entero me separaba de mi hija mayor. El timbre musical del teléfono me enervaba y ni siquiera me servía para ubicarlo; el auto entero era un descontrol de abrigos, sanguchitos, bebidas, carteras despanzurradas, juguetes y un bolso a medio abrir. A los gritos pedí que estacionáramos. Albertina encontró lugar en una esquina; de un lado, una plaza seca y negra rodeada de plátanos; del otro, un descampado de pasto verde con un baño público de esos a los que se entra con monedas como un faro en medio de la nada. Corrí con Furio hacia el baño, las verdaderas urgencias siempre son las que reclama el cuerpo y a quince horas de avión de mi casa era poco lo que podía hacer antes que pis. Inmersa en olor a orín y desinfectante encontré el teléfono en la cartera, entre las llamadas perdidas no había ninguna de Naná así que alivié mi vejiga y mi corazón de madre al mismo tiempo. Antes de que Furio terminara de desenrollar dos kilómetros de papel higiénico volví al auto.

La escritora Mercedes Cebrián
—¿Y? —me preguntó Albertina.
—Está limpio, andá.
—¡Te estoy preguntando quién llamó!
Volví a mirar el teléfono y entonces vi que tenía un mensaje de voz. Lo escuché:
—Hola Marta, soy Paula Jiménez, te llamo porque mi novia trabaja en Antropólogos y me dijo que estaban tratando de ubicarte. Bueno, eso… fijate.
¡Claro! Entre las llamadas perdidas yo había visto el número de Antropólogos, lo había marcado suficientes veces en el último año; si no hubiera estado tan concentrada en una desgracia posible lo hubiera reconocido perfectamente.
Era un teléfono que estaba en mi memoria tanto como tenía que recurrir a Internet para buscarlo cada vez que lo necesitaba. Lo había hecho sonar a lo largo de los últimos veinte años con esa regularidad arbitraria del impulso de buscar a un desaparecido. O de buscar los rastros de ella, mi mamá. Un impulso urgente por un breve lapso de tiempo en el que a veces algo más se encuentra: una testigo que la nombra, una coincidencia de fechas, la comprobación de que las voces que yo escuchaba la noche del secuestro no venían del baño sino de la cocina. Cada detalle brilla como una gema pero su luz se apaga de inmediato.
Es la confirmación de todo lo que no se sabe, de todo lo que se ha ido.
Cada vez que el resplandor me iluminaba, yo había llamado a Antropólogos; acercaba un dato que se podía completar con otros, buscaba una confirmación, ajustaba una línea del relato. Los puntos suspensivos me devolvían a mi vida.
Desde Antropólogos nunca me habían llamado a mí.
Ellos siempre en la misma oficina, las computadoras siempre encendidas, los testimonios que podía buscar titilando siempre en las pantallas electrónicas, todo ahí siempre, la ilusión de que la búsqueda podía empezar cada vez y yo siempre abandonándola.
Cuando tenía 18 años encontré el nombre de mi madre en el Diario del Juicio, que transcribía los testimonios de quienes se habían sentado frente al tribunal en la causa 0, la que juzgó a los comandantes de la dictadura a principios de los años 80, apenas comenzada la democracia. Una y otra vez releí el párrafo “una médica, Elena de la Rosa, y una abogada, Marta Taboada”. Era ella, sin duda, la profesión y el nombre. No retuve más del testimonio, salvo la prueba de la existencia de mi madre, la ratificación de que no había ido a ningún otro lado más que a las orillas de la muerte, que su desaparición no me pertenecía del todo sino que era parte de algo grande, algo de lo que se hablaba en la esfera pública aunque no en su familia. Elena Corbin de Capisano se llamaba la testigo y eso es todo lo que supe. No sé cuántas veces leí esa página. Miles, probablemente.
“Una médica, Elena de la Rosa, y una abogada, Marta Taboada.”
En las noches de insomnio, entre los apuntes de las materias que tenía que rendir, todo el camino en micro desde Mendoza, donde vivía, hasta Buenos Aires a donde finalmente viajé para saber algo más. Sin embargo, no pude retener ningún otro detalle de lo que dijo esa mujer.
Era de Mar del Plata. Mi tía Graciela me contó que fue a verla y que ella le dijo: ¿Que mamá hablaba de sus hijos para evitar el sufrimiento en el cautiverio o que mamá no hablaba de sus hijos para evitar el sufrimiento en el cautiverio? La confusión se instaló en el primer momento en que escuché la frase. Supongo que el tono recogido, casi de media lengua que se usaba para decir cualquier cosa relacionada con mi mamá no ayudó, como tampoco ayudaban a mi propia locuacidad los meses pasados escuchando en la televisión, en completo silencio y total inmovilidad, ese anuncio del principio de la democracia llamando a todos los que tuvieran un familiar, a cualquiera que hubiera visto u oído algo en relación a un desaparecido para que se presentara y lo dijera. Suponía mal que algún adulto de mi familia habría concurrido a la cita. Con un poco de coraje podría haber ido yo misma, acababa de cumplir dieciocho; lo pensé, pero no lo hice. Ni siquiera me animé a indagar quién de todos ellos, mis abuelos, mis tíos, mi papá, lo había hecho. Era una señora desconocida la que nos salvaba a todos nosotros y mi duda sobre sus dichos, en aquel momento, me resultaba hasta egoísta: ¿Mamá pensaba en mí y no lo decía? ¿Se sumergía en el puro presente para no extrañar nada más? ¿O contaba de los suéteres que nos tejía en su knittax, cuatro iguales, cuatro del mismo color, los mismos ochos bajando desde el cuello, todos empezados y terminados en el mismo día en que teníamos que ir a un cumpleaños? ¿Le contaba a esta mujer de lo que le costaba peinarme, de las lágrimas que me saltaban cuando me recogía el pelo en la coronilla para que se me vieran los ojos? ¿Tejía con esos relatos una realidad paralela para acallar los gritos de los torturados? ¿Me quería mi mamá?
Nunca pude preguntárselo a esta señora y mi tía no tiene respuesta. A veces ni siquiera se acuerda de haberla visto. Ella tiene su propio sistema de amnesia, como lo tenemos todos, incluso los que declamamos que no hay olvido ni perdón. No me llevó de viaje a Mar del Plata para visitarla y es seguro que yo no fui tan enfática en el pedido. Me conformé con una jornada del Juicio a las Juntas, un día en esa sala inmensa y solemne de la que recuerdo sobre todo los tronos de los jueces y la diminuta silla de los testigos. Me acuerdo también de la iluminación que sentí cuando después de escuchar en la voz de un compañero de cautiverio el largo calvario de una mujer desaparecida llamada Hilda Cardozo, su apodo y su cara se dibujaron en mi memoria.
—¡Es Katy! ¡Es ella! ¡Vivió en casa! —le dije a mi tía, sentadas las dos en lo que yo creo que es un palco aunque no sé si hay palcos en esa sala.
Era cruel lo que se decía de ella, se habían ensañado, resaltaba entre el resto de sus compañeros de cautiverio por las marcas que le habían impreso. Pero yo me alegré de escuchar su nombre. Era darle relieve a lo que solamente yo sabía y no tenía con quien compartir. Todos esos nombres y esas caras que había retenido desde niña hasta adolescente a pesar de que mi tarea militante era olvidarlos no eran una comparsa de fantasmas sino historias y cuerpos animados, capaces de sufrir, de resistir y de morir; no sólo de desaparecer.
Dejé en un pliegue de mi memoria a Elena Corbin de Capisano.
Diez años después quise buscarla. Estaba muerta.