Daniel Téllez
En un diálogo que sostuvimos para la publicación del libro Esas distancias de algo, muestra de 8 poetas mexicanos, editado por el IPN, ante la pregunta “¿cuál sería el infalible arbotante de la tradición que todo poeta debe fraguar?, Raquel Huerta-Nava, poeta e historiadora, anota: “El canon personal y la fidelidad a sí mismo”. En efecto, toda poesía requiere del conocimiento del oficio y en particular de una experiencia nítida anclada en la tradición y el gravamen personal. En Los amantes de Florencia (2017), libro-objeto editado por miCielo ediciones (sello fundado y auspiciado por la poeta Mónica González Velázquez), en su colección “Voces de la poesía mexicana 2017”, dos estaciones conjuran el amor: una ventana que se abre para mirar los paisajes interiores de Florencia en la concavidad del amor y la nostalgia, en la parte que lleva el mismo título del libro (“Los amantes de Florencia”), mientras que en la segunda, “Velas al Levante”, una pasión amorosa colmada en una sombría épica del amor; la gesta heroica y epopéyica ante la sequía amorosa, se muestra plena de vuelos y redime.
Entre el mito y el gozo sensual, ora espiritual, ora físico, ora metafísico, la escritura de Raquel Huerta-Nava revela la saga amorosa a través de breves estaciones poéticas que son atmósferas de un discurso de largo aliento, religiosamente, como sustancia viva, agua de vida en los jardines y en las plazas florentinas. Aquí, el tímido silencio de la muerte en el amor, los crisoles a través de la mirada de los amantes, el linaje y el misterio, son memoria expandida por la poeta cuando señala:
El puerto más seguro: tu abrazo
retorno a la fuente primordial
los años del alba en la memoria ciega
tocan e iluminan a mi abatido corazón
me llenan el alma de preguntas
la esperanza de verdes resplandores
y siembran de azucenas mis jardines.
¿Sucedió acaso este amor
tempestad de vientos y de voces?

Raquel Huerta-Nava.
Reticencias en el vacío del agua, los versos son río en un diálogo confesional “en el jardín de los sueños posibles” dice la poeta, donde estatuas de “mármol bruñido por el fuego del artista” conversan y descifran el salmo del deseo vivo, en “manos de orfebres exquisitos”. En la plaza, el deseo es “conciencia arborescente” y las estatuas, sujetos líricos del deseo también son pretexto para la escritura intimista y sensual porque señala su continente amoroso y tempestuoso y la antítesis fuego/mármol descifra el enigma de los procesos de su atribulada salvación:
La fuente diseñada por Juan el de Bolonia
corazón del parque enamorado
sus aguas tenues acarician
murmullos de oraciones eleusinas
recuerdan palabras de mi abuelo
el jilguero y su canto legendario
transparencia de las horas
es tu abrazo que nace de la noche.
Fragmentos de la realización amorosa total porque nada hay más frágil y más tenue que el tufo de melancolía que avivan estos versos del final de la primera parte de Los amantes de Florencia de Huerta-Nava: “respiración de múltiple textura/ migraciones del polvo cristalino/ donde vio la luz la esencia del amor”.
Del yo colectivo de “Los amantes de Florencia” al yo individual de “Velas al Levante”, la poeta elige vías de revelación donde la historia amorosa sucede más allá del aserto narrativo y épico en cada bahía poética y es poderosa revelación entre el pasado y el resplandor del ensueño, en palabras de Gaston Bachelard, una suerte de nemotecnia de la imaginación. Posibilidades que el destino utiliza y recupera armónicamente en el plano de la guerra:
Caminé al compás ciego del miedo
giré en el enorme huracán de las
pasiones
bebí el hastío de rencores heredados
(desolación exhausta de miradas)
Memoria absurda de vendettas
ese incesante círculo vicioso
nubla el camino
con tanta y tanta sangre
de partos y combates
triunfo de la vida que siempre
se abre paso.
Dimensión cíclica y activa de un cosmos poético propio, el hilo del amor en todos sus atavismos, la complicidad y sus rituales, sus vacíos y linajes, su renacimiento, sus aromas cítricos, los alientos, las gestas y epopeyas familiares, todas ellas, dice Huerta-Nava, “pruebas del afán imperturbable./ (Voz de los vencidos/ fechas ignoradas del perdón)”. Si bien es cierto que hay un azar ganado al tiempo, en la escritura de Los amantes de Florencia, también impera una abolición desde el conjuro, su liberación mística, forma del desocultamiento mismo. El semen del tiempo es luz, luz como alegría que se torna en lágrima y sudores, adagios, conciencia y violencia amorosa como “fragancias engastadas en (…) la piel”.


