Al vivir, al leer, al contemplar los fenómenos culturales, que es otra forma de vivir, el creador va sintiendo filias y fobias, se va adhiriendo a determinadas formas y rechazando otras; descubre y a la vez se descubre con interrogantes, cuestionamientos, admiraciones. El arte no nos evade de la realidad, sino que nos ofrece realidades alternas, nos devuelve la realidad de modo más rico y complejo. El artista con talento lo refleja por medio de la forma, de un tratamiento adecuado al tema. Me refiero al talento y no al pseudoartista ni al plagiario, quienes sólo fungen como parásitos en busca de reflectores, reconocimientos o beneficios materiales. He escrito sobre ellos en otras ocasiones. Aquí los dejaré de lado.

El artista auténtico sabe que los temas no se adaptan a la forma (al cómo), sino al revés: la forma se adecua, se adapta al tema, pues la forma no es sino el vehículo para transmitirlo, y nunca un fin en sí mismo. Los escritores que no tienen nada que decir suelen ser pura forma: producen lenguajes vacíos de emoción, de contenido, de imagen, de intensidad. Cuando son ellos mismos, sus productos son experimentos huecos, pura ornamentación. En el caso de la literatura, a veces se torna en escritura amanerada o efectista. Los llamo “apantallabobos”, no les falla una coma, pero no tienen nada que decir. Es verdad: se debe tener conciencia de la forma, pero no someterlo todo a ella, y en este punto no me refiero al estilo como reflejo del yo, sino como técnica o procedimiento para acatar un tema.

Ahora bien, ¿perseguimos un tema o el tema nos persigue? ¿Nos persiguen las obsesiones o nosotros a ellas? Yo siempre he pensado que los temas nos persiguen: primero se debe tener algo que decir, algo debe movernos, motivarnos, y luego viene el cómo decirlo. En la segunda fase interviene el verdadero trabajo artístico, el talento, ya que todo mundo puede tener mucho por decir. ¿Y qué ocurre cuando escribimos o hacemos arte por encargo? Si hay libertad para tratar un tema, ello no ofrece ningún problema. Si se nos impone un tema y su tratamiento, y realmente nos interesa, nos motiva o empieza a interesarnos, debemos investigar para hacerlo bien y de algún modo perseguir el tema y su tratamiento, pero al fin resulta lo mismo: si lo perseguimos es porque hemos empezado a obsesionarnos con él o siempre lo estuvimos y ahora hallamos una oportunidad para profundizar, hurgar en sus entrañas: si investigamos sobre algo es porque ese algo nos persigue, nos mueve, nos interesa, sin importar que se nos haya encargado. Comoquiera que sea, los temas nos persiguen y no nosotros a ellos: hay obsesiones, preocupaciones.

En una primera fase, se suele pensar en para quién se escribe o hace arte. No es lo mismo hacerlo para un niño de ocho a diez años que para uno de quince ni para un adulto ni para sí mismo. Incluso si pensamos en un futuro receptor como si fuera nosotros mismos, como un lector o receptor ideal, es porque ya tenemos una obsesión, una preocupación, un tema que nos persigue. Entonces hay que hallar la forma de expresarlo. En la narrativa, a una simple anécdota le faltaría el tratamiento artístico, que le conferirá al texto trascendencia, profundidad, plasticidad, verosimilitud, intensidad estética. Lo anterior se logra si nos hemos adentrado en el tema, si obsesivos hemos meditado en él, si no podemos quitárnoslo de encima. En tal sentido, el escritor chileno José Donoso anotó en su diario íntimo algo en lo que siempre he coincidido. Por ello, concluyo esta nota con sus acertadas palabras: “Me parece que el creador no elige sus temas, que al contrario, es elegido por ellos. Estoy seguro de que uno es impulsado hacia ciertos temas, y hacia ciertos tratamientos de estos temas, por ese oscuro amasijo sepultado que se llama inconsciente”.