Por Álvaro Mutis*
Hojeo y reviso con desgano las pruebas de mi libro Los trabajos perdidos. Vuelven las mismas palabras, tornan las imágenes siempre de perpetuar lo inasible y dejando siempre ese amargo sabor a fracaso que es la moneda con que se paga tan vano intento. De pronto, la inanidad de todo lo escrito me invade y quedo inmóvil ante los signos gráficos que hemos convenido en usar para comunicarnos y que han perdido en ese momento para mí todo su valor simbólico, toda su aparente virtud de expresión. Difícilmente me libro de este sopor que conozco muy bien y que me visita cada vez que veo impresas y libradas a la mirada curiosa o indiferentes de las gentes, las cosas que escribo. Pero esta vez me ha quedado una inquieta duda de la cual no puedo librarme fácilmente, tal vez porque tampoco me es fácil trasladarla a las palabras. Es algo muy parecido a un ¿pero tiene algún sentido escribir poesía, “hacer ” poesía escrita, en un mundo que va ofreciendo cada día más variados y sorprendentes caminos a la expresión poética, liberada del peso muerto, del usado lastre de las palabras? y también ¿al escribir poesía, no estaré prolongando más de la cuenta ese gris camino de retórica y de lirismo obligatorio que distingue a toda la obra escrita de la América española, por el cual transitan cada vez menos hombres y más sombras resueltas y risibles?
En un poema titulado precisamente “Los trabajos perdidos”, había dejado establecido que:
“La poesía constituye,
la palabra substituye,
el hombre substituye ,
los vientos y las aguas substituyen…
la derrota se repite a través de los tiempos
¡ay, sin remedio!”
Y, al parecer, esta labor de substitución ha seguido en mi trabajo secretamente y me sigue siendo necesaria para enfrentar o engañar el persistente trabajo de los días, la renovada miseria del tiempo. Tal vez a esa necesidad era a la que se refería Rilke en sus cartas escritas al joven Kappus. Pero si bien puede justificar tal necesidad, el trabajo poético no por ello sigue pareciéndome cada día más ajeno al resto de mis semejantes, más elaborado en secretas cavernas de las cuales ni siquiera da una idea aproximada, ni puede nadie comparar o identificar con nada que haya vivido. Y, sin embargo, sé que seguiré escribiendo poemas lo mismo que Sísifo escalando la roca, pero sin el consuelo de fortalecer los músculos. Es decir, que en este transvasar las aguas de la nada, halla el poeta la razón de su existencia. Es legítimo y no más vano que cualquier otro de los trabajos del hombre.

Pero persiste la duda de si es en el poema convencional —¿cuál será el poema convencional?— en donde el hombre de estos días puede satisfacer esa necesidad de “hacer” la poesía. Hay cierto relatos de Bradbury, cierto textos publicitarios, ciertas imágenes del cine, ciertos hechos de nuestra vida diaria contemporánea, que comienzan a parecerme mucho más cargados de poesía que cualquier poema. El que exista la posibilidad de que varios cadáveres de cosmonautas giren sin descomponerse, encerrados en sus cápsulas, alrededor de nuestro planeta, me parece, por ejemplo, un hecho de la más grande y definitiva poesía. Un recordar el “polvo eres” que supera toda la imaginación posible. Pocos poemas contemporáneos me han dado más la experiencia de lo poético como un texto publicitario de una marca de automóvil, escuchado sobre la imagen de una interminable carrera de Arizona que desfila solitaria y vertiginosamente ante nuestros ojos. Este desplazarse de la poesía hacia nuevas zonas y niveles de la cotidiana experiencia; me preocupa cada vez más y cada vez me deja mayores dudas sobre la eficiencia del poema escrito.
Esta sensación de inutilidad tiende a hacerse más aguda y dolorosa si pienso que el poema ha sido escrito en un idioma que comienza a prescribir entre los hombres y que ha servido en los últimos doscientos años a literaturas de tercera zona, a una retórica ñoña y estéril. De allí, una de las razones por las cuales la prosa de Fuentes, de Cortázar, de García Márquez o de Vargas Llosa venga densa de una poesía que abandono para siempre los poemas escritos por los contemporáneos de estos novelistas. Pero ni siquiera este aire renovador puede salvar a todo el mundo de las letras ibéricas de su evidente decrepitud, de su futilidad inminente.
Un libro más de poemas comienza su sólito peregrinaje hacia el olvido, hacia el anonimato de las librerías, hacía las anónimas hileras de las bibliotecas, hacia la efímera memoria de los amigos, pero ha cumplido ya, antes de salir a la luz, ese sordo trabajo necesario que ha preservado al poeta de un destino aún más provisorio que el de su libro.


