Daniel Téllez
De la escritura poética contemporánea reciente podemos esperar asombros, enigmas y polaridades. La presente tradición ha forjado una escritura que ha hecho suyo el tufo de las rupturas propuestas por las vanguardias, además de los contrastes entre cierto aire de renovación que devienen en continuidad o frágiles fronteras de cristal en un espacio de inagotable multiplicidad de concepciones, fondo y forma.
El mero yo, el mero hablar en nombre propio en una atmósfera donde todos asistimos, reluce siempre como un hallazgo en el que el poeta se erige como la voz. Entonces la poesía es siempre de alguien que en los grandes asuntos busca lo que está ahí, y encuentra en los pequeños, cicatrices que no se agotan en la sorpresa, sino que en un tono confesional, se desenvuelven refractariamente; un callado paisaje de sombras a manera de liberación prolongada.
En el libro de poemas Refractario, de Eduardo Parra Ramírez, publicado por Malpaís Ediciones, hay una casa tomada. Y en el ático un espejo, “el mapa de nunca de antes de casa sellada”. Y a un paso un jardín. Y en el jardín una flor “un poco estúpida en su pálido lujo/ definitivamente innecesaria” y un decir bastante caro en cuya tarde de aromas la sombra de la flor “se suspende/ como aquellas cortinas que acarician/ las ventanas de una casa vacía”. Y asomado a las raíces de la ventana, el poeta en una contemplación objetual, clavada en la textura de su yo y sus porosidades. Letanía personal y escurridiza, canto sobre sí mismo sobre las tareas del lenguaje, natura y contra natura (cordillera, árbol, surtidor, hormigas, nube, viento, agua) con la más iracunda modernidad de la lucidez a cuestas.
En la casa refractaria de Parra Ramírez hay un litoral. En la escena el yo lírico cruza la frontera del agua movediza que separa la zona de la memoria, tierra de paso y de todos, y permanece unos instantes en la escena y luego vuelve a la infancia y sale de ella. Un instante se conforma junto a otros instantes, así, en un horizonte en brumas, en un poliedro de profundidades cuyas aristas de verdad y de orfandad, son el tatuaje de su tradición, el tejido fino de ocasos diversos.
En este ángulo de la casa hay un orden inocuo como el mar y otro desacomodo aparente porque dice el poeta “La infancia es toda el agua”, metadiscurso de la profundidad, la luz, la sed y la pérdida, porque cuando clama “la sílaba del mar/ cómo se nos agolpa”, lo improbable no llega a puerto, no llaga el lenguaje cautivo, falta el reverso, lo indecible, su dilema son las otras verdades, las de los otros cautivos que han decidido también habitar ese litoral de “hidrogramas de espuma transitoria”. Aún más, las cuotas refractarias del desencanto o de la palabra, ¿a quién salvan? ¿a quién decantan? La poesía entendida como un rito del paisaje, adentro de la casa tomada. Un andar a tientas, como lo logra Parra Ramírez, que sin embargo deja ver su centro iluminado, punto de contacto con el abismo y los sótanos y alcobas más profundas.

Se anda por Refractario como quien va encontrando las claves de un misterio que evitamos y cuya conexión con el lector se da en el marco de una fenomenología espiritual entre el yo lírico y el tú vociferante del lector. Entre el decir y el callar, entre el ruido del silencio y las imágenes sepia, entre realidad y deseo la voz del poeta se funda cobijada por el influjo de la oscuridad y la luz. Peculiar fenómeno de conductividad o energía acumulada (yo, tú, él) susceptible de redistribuirse en el lector.
En la casa edificada en Refractario hay ruidos y silencios que han labrado su cuadrante con el acompañamiento de las voces de Rubén Bonifaz Nuño, Carlos Pellicer, Juan Filloy, Dolores Castro, Fabio Morábito, Octavio Paz y Roberto Juarroz. Epígrafes que son derroteros de una tradición emergente y refractaria donde las relaciones subyacentes entre escrituras diversas son puntos cardinales que se expanden, ora entre la poesía del intelecto, ora a poéticas referenciales o de la experiencia, ora a la conciencia del significante, ora precursores de una poesía desde una cultivada síntesis.
Hay otra casa que es también la de la tribu, en la camisa de Refractario. Casa realizada por la ilustradora Coral Medrano. Y fuera de la casa un hombre —habitado por pájaros y flores— que busca la libertad con las raíces en lo alto. Y en su espina dorsal un ave que presta sus alas para la libertad, al fondo un quieto lago donde el sentir poético se produce. Adentro de la casa los pájaros comienzan el ascenso y en misceláneos claroscuros, cómplices con las llagas de las palabras, encienden y liberan el filo de: quimeras acuáticas, la mano del poeta, el ojo omnisciente, el pez en un mar ¿aéreo?, la muerte, el corazón lacerado y fecundo, y la simiente del verbo a través de la caracola marina. Se sale de la casa como de un bosque, entre un enramado de anfibios-reptiles.
En este Refractario hay una casa tomada, donde “cada noche/ el ruido se desliza/ sobre la piel oscura de las cosas./ Como en aquel entrañable cuento de Cortázar, “aparte de eso todo estaba callado en la casa… (pero) muy pocas veces permitíamos allí el silencio”. Obstinado y pertinaz, dice el poeta “el ruido se agazapa/ Allí es posible ver/ que el silencio es la página donde el sonido escribe”. Porque la poesía de Parra Ramírez aparece, circularmente, en los antípodas de sus obsesiones, celebremos la aparición de su Refractario, porque hay un desierto en la antesala de la casa tomada. Un compás separado adentro de la emoción, donde el tejido fino de la palabra ha de expandirse.
Se anda por Refractario como quien va encontrando las claves de un misterio que evitamos y cuya conexión con el lector se da en el marco de una fenomenología espiritual entre el yo lírico y el tú vociferante del lector. Entre el decir y el callar, entre el ruido del silencio y las imágenes sepia, entre realidad y deseo la voz del poeta se funda cobijada por el influjo de la oscuridad y la luz.


