Ricardo Muñoz Munguía

Escribir es un refugio, es la sombra que protege, es la cámara cerrada donde el grito es uno y sólo para uno. La cueva donde se desatan los “yo”, los tantos “yo” que llevamos dentro. Desde afuera, desde donde se ve (imaginar) al que escribe, algunos descalzos, hablando solos, despeinados o despeinándose, o el que acude hasta a un rito para enfrentarse a la página, al utilizar perfume o cualquier otra forma de prepararse la utilización de la tinta. Quizá la única característica del que escribe es la mirada, esa que parece fuera de su lugar, la que a la vez habita otros instantes, otros lugares, otro tiempo… para caer dictar el trazo de esos rumbos.

Por ahora olvidemos el peso o el poder de la palabra, la que transforma o los efectos que recaen en el otro, en el receptor de la palabra. Escribir es también ubicarse en medio, lo que han dicho varios escritores, ser solamente el medio que está entre algo “superior” —sin tener que ver con algo divino, o, más bien, sin tener que ver con algo propiamente divino— y la página. Es entonces que cierto misterio invade al imaginar que algo o alguien nos dicta pues escribir siempre es un ejercicio que nos rebasa, en el sentido de llegar a desconocer el(los) que somos, lo que guardamos adentro o, lo más inquietante, lo que tomamos de afuera.

En charla con algunos amigos escritores resaltó la inquietud o pregunta de ¿por qué se escribe?, y, sin duda, es algo que golpea en el interior, algo que nos tambalea. No se sugiere que sea propiamente una fuga o del abrigo de un sitio donde exista el desahogo, sin duda, es el lugar de misterio, el misterio de la palabra.