Yolanda Rinaldi
Para Tere Álvarez Aub, Lupe y Ulises
“Mi vida, ¿cuál vida?”, planteaba de mala gana el escritor Federico Álvarez, como un rasgo característico de su carácter, mientras aseveraba “la vida de cada uno es una experiencia única. Y la muerte, la más singular, el último acto. Hay que conversar con uno mismo en el umbral, que es tanto como ver la vida de lejos; nacer de nuevo”. Esta predisposición emocional escondía un atisbo de lo que ocurrió el pasado 18 de mayo, cuando el cáncer que padecía finalmente lo venció, dejándonos sin su inteligencia y sabiduría.
Para el también editor, traductor, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), nada con la cultura le fue ajeno; fue un intelectual comprometido, exiliado de la Guerra Civil española, un marxista que apostó siempre en la defensa del comunismo, aunque éste lo envolviera en el desconsuelo por la doble moral del socialismo soviético. Curiosamente, un libro sobre Marx fue quizás el último que leyó Álvarez, ya que quedó sobre su mesa de trabajo, como mudo testimonio de las preocupaciones ideológicas del multifacético humanista radical que fue.
El traductor de Georg Lukács (Significación actual del realismo crítico) y de Tzvetan Todorov (Frente al límite), asumió el exilio como una vivencia nueva, que le generó una identidad abierta. “Soy un vasco exiliado (nació en San Sebastián, España, el 19 de febrero de 1927) un vasco que comparte su identidad con otras identidades”, aceptaba Álvarez al reconstruir su historia personal —con esa tristeza ignorada que lo acompañó siempre— “Cuando el exilio se inicia en una edad infantil se genera una identidad abierta, se vive una identidad compartida, pues en la diferencia descubrimos que somos más parecidos de lo que somos diferentes”.
Esa identidad de “aquí y allá” acabó resultando en el pensamiento de Federico Álvarez una síntesis natural. El autor de La respuesta imposible —un alegato filosófico del nuevo eclecticismo— explicaba a sus amigos en tono bajo, “el exilio hace de los recuerdos el sustituto de la permanencia, porque el exiliado abandona la tierra original llevándosela con él convertida en memoria”.
Ramón Xirau, exiliado también, solía decir que “por medio de la memoria, el pasado está permanentemente en nosotros”. Cierto, la memoria indeleble permitió a Álvarez reconstruir su propia historia en Vaciar una Montaña, una reflexión autobiográfica en donde narra cómo la guerra rompió su vida y la de su familia, sin saber su destino. Franco destruyó la República aquel 18 de julio de 1936, cuando Federico contaba apenas con nueve años.
“El exilio duele —abundaba— porque el exilio político no es una elección libre. La noticia de la muerte lejana de los seres queridos produce a la distancia un dolor que ya nada puede consolar. Solamente la perspectiva de volver a pisar la tierra añorada, se anida como consuelo. Se Habría de llegar a lo que Mario Benedetti llamó “des-exilio”, es decir, la hora de la victoria”. Álvarez vivió, como muchos trasterrados —siguiendo el calificativo de José Gaos— para constatar que ese sueño de los españoles, la victoria, nunca llegaría. Más aun, cuando la Moncloa acordó un silencio sobre la República, la guerra y el exilio.
Pero, ¿se quiere o se puede olvidar el exilio? “No se puede dejar de ser exiliado”, observaba Álvarez, objetivo, menos complaciente: “esa condición se fortalece; somos hijos de nuestros padres, combatientes, republicanos. Es su herencia. Ellos no abandonaron nunca sus ideas centrales. Entre ellos y nosotros nunca hubo ruptura o salto generacional; hemos crecido sintiendo y pensando como nuestros padres, honestos hasta la muerte en el exilio”. Su padre, Francisco Álvarez, antimonárquico, fue uno de los fundadores del Partido Izquierda Republicana en San Sebastián y al estallar el conflicto huyó de España, junto con su esposa María Luisa Arregui. Buscaron protección en Cuba, donde existía ya una colonia hispana sólidamente constituida, con una significativa incidencia en la vida económica y social de la nación. Sin embargo, en esa época, las medidas del gobierno cubano se endurecieron para evitar el ingreso de refugiados españoles. Federico y su hermana Teresa se reencontraron con sus padres hasta 1940.
Cuba y México
Era elemental que Federico Álvarez hiciera suya la isla caribeña. Estudios en el Instituto Edison; vacaciones en Cienfuegos, el carnaval de La Habana, su ingreso a las Juventudes Socialistas Unidas, sus estudios de ingeniería en la Universidad de La Habana, donde fue un activista de firmes convicciones, mismas que lo empujaron a afiliarse al Partido Comunista Cubano, ahí conoció y trató a Fidel Castro, quien estudiaba en la Facultad de Derecho —su compañero universitario encabezó la revolución socialista más importante del siglo XX— por ello, siempre lamentó “me perdí de grandes cosas. Vine a México con una mezcla de alegría y amargura”. Habrá que añadir que México se convirtió en su nueva patria de destino, cuando sus padres, a instancias de sus amigos José Puche y Max Aub, accedieron a migrar.
En Cuba quedaron los amigos, recordaba Álvarez, algunos como Roberto Fernández Retamar, Delia Fiallo, Omara Portuondo, Ambrosio Fornet. Volvería años después para impartir cátedra en su alma mater la UDLH y colaborar en Casa de Las Américas e Instituto Cubano del Libro, respectivamente.
Por ahora, la lucha política del exilio estaba en México. En esta nueva tierra vivió intensamente; se unió a los grupos de la resistencia antifranquista, entre ellos, Samuel Ruiz, para quien en su horizonte no aparecía aún el obispado de Chiapas. Se integró a grupos de exiliados donde conoció a Adolfo Sánchez Vázquez, Arturo Souto, Horacio López Suárez, Carlos Bosch, Luis Rius, Tomás Segovia, Ramón Xirau, José Pascual Buxó. Más tarde, con figuras de las letras latinoamericanas: Carlos Fuentes, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Elena Poniatowska. En este nuevo ciclo vital, Álvarez se dedicó a las humanidades. Estudió en la UNAM, donde después impartió cátedra de literatura y filosofía.
Supo combinar su actividad académica, con su labor de editor y periodista. Colaboró en la Revista de la Universidad de la UNAM, en la revista Siempre!, en Excélsior integrado al equipo de Fernando Benítez, José Emilio Pacheco, Huberto Batis, Carlos Monsiváis. Al término de la dictadura franquista volvió a España para dirigir el Fondo de Cultura Económica en Madrid, una tarea de enlace entre su patria de origen y su patria de destino. Volvió a México para dirigir la Revista de Bellas Artes y después México en el Arte. Intervino, posteriormente, como director editorial de Siglo XXI; asimismo, en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, tuvo a su cargo la Revista Mexicana de Literatura.
En Federico Álvarez había una conciencia clara sobre el horror humano. Percibía que después del horror franquista, vino el horror hitleriano y el inconcebible sacrificio de millones de seres inocentes en los campos de exterminio nazis. “Una escalada en la monstruosidad”, decía y reflexionaba también sobre la desaparición forzada: “fue una aportación de los militares argentinos” lamentaba. Y, con severidad, analizaba: “hoy en el mundo puede hablarse del paradigma de la búsqueda y de la psicología del sobreviviente como temas de estudio del dolor humano”; sin embargo, ese horror, es “una de las abominaciones más inauditas de nuestro tiempo”. Con su tristeza ignorada a cuestas, el escritor falleció a los 91 años en su casa de Copilco. Su imagen verbal, erudita, sonora, nos acompañará. Gracias Maestro.


